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Ningún actor habla en el momento en que la cámara lo registra. Aún en los momentos en que esto debiera ocurrir: los diálogos de Anne-Marie Stretter mientras baila con el agregado y el vicecónsul, sucesivamente. Están hablando: lo sabemos por la banda de sonido, pero se nos muestran sus labios plegados en compuestas sonrisas. Los movimientos de la emisión de sus voces han sido expulsados de la imagen, los sonidos regresan al plano provenientes de otro lugar, de otro espacio: ese esquivo e indeterminable lugar de enunciación, como las palabras llegaban inscriptas en los didascálicos, ¿desde dónde?, cuando el cine no era parlante. La ausencia de sincronía entre la banda de imágenes y la banda de sonido es una de las marcas fundamentales de India song.

Si la palabra sincronizada, en principio, obligó al cine a volverse verosímil, Duras ataca esa apariencia de verosimilitud dando autonomía a los planos visuales de los planos sonoros, y viceversa. Los primeros se suceden, articulados siempre a través del corte directo que a veces es brusco, como una serie de imágenes de un álbum de familia, cuyo sentido debe ser precisado por quién lo mira y alcanza a tender el lazo que une a una mirada dirigida a la izquierda en una foto, con una sonrisa insinuada, en otra. Debe realizar, en fin, el trabajo que hacía Thomas, en Blow-up, con las ampliaciones fotográficas pegadas en la pared de su estudio; o el que el narrador de Tren de sombras efectúa con los restos de viejas películas caseras. Pero si el fotógrafo londinense termina oyendo, en su imaginación, el sonido de los árboles de la plaza, movidos por el viento; por el contrario, el espectador de India song está permanentemente asediado por una multiplicidad de sonidos, algunos inteligibles y otros no, que permanentemente lo obligan a releer los planos que ve, liberados -¡al fin!- de la pesada obligación de narrar y dedicados, como el cinematógrafo en sus comienzos, a mostrar el mundo. Hay ejemplos maravillosos de esa vocación de contemplar, de volver sabiamente a los orígenes de un arte secuestrándolo así de los modos industriales, que pone en juego Duras: las entradas al hotel Prince of Wales en las islas o la partida de Anne-Marie Stretter hacia su muerte, tan deliberadamente difuso y difícil de escudriñar como plano, por ejemplo.

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Con los planos, los sonidos y, sobre todo, sus articulaciones: las respectivas y las entre sí, la expresión cinematográfica descubre y dice algo sobre aquello que registra, que tan sólo ella puede hacer. No es esto ninguna novedad, lo han dicho ya pensadores tan esenciales para el cine como André Bazin, Gilles Deleuze y Serge Daney. La pregunta, inevitable, es ¿aquello que descubre y dice puede traducirse al lenguaje verbal? ¿Lo que descubre y dice India song cómo se expresa? Porque a diferencia, por ejemplo, de cualquier película de Bertrand Tavernier, no puede contarse. ¿Es que no hay historia? Sí, la hay, son dos días de la vida en la India de un grupo de blancos, entre dos de los cuales estalla un intenso amor que nada tiene que ver con las historias románticas. Pero está disimulada, corrida de ese primer plano adonde la colocan aquellos que todavía creen, y cada día son más, que el cine debe expresar algo sobre algo, girar en torno a un tema importante para decir, al final, aquello que ya se sabe y que no le es propio. Está, por así decirlo, desvalorizada, mientras adquiere importancia aquello otro -¿el tercer sentido barthesiano?- que se cuela por ella. La emoción que puede suscitar alguna de las maravillosas melodías escritas por el argentino Carlos d'Alessio oída al tiempo que se ve como se desplaza Anne-Marie Stretter o cómo clava su mirada el vicecónsul sobre el cuerpo de ella, mientras también se oye un grito de la mendiga. Esa fusión, esa confusión, suscita una cierta intensidad que, siempre que se la pueda percibir, recorre, de una manera propia, el cuerpo de quien la advierte: deja una marca.

Hay películas que no aparecen en el tiempo que les hubiera sido más propicio. Les bonnes femmes es una de ellas, India song es otra. Estrenada en París el 4 de junio de 1975, en un momento en que el cine moderno tocaba sus límites con osadía - Pasolini, Eustache, Syberberg, Fassbinder y tantos otros- y, al mismo tiempo, iniciaba su disolución, ha permanecido como un filme extraño, notable también para algunos, que no ha abandonado ese mortal limbo de las curiosidades de valor, adonde se suele confinar aquello que no se sabe muy bien cómo hay que tomar. Sin embargo, su novedad en el campo de la expresión cinematográfica -único que debería priorizar la crítica- es comparable, y soy consciente de lo que afirmo, a la que por 1941 trajo Citizen Kane. La cuestión es que, con resultados generalmente más magros que los deseables, la película de Welles ha sido saqueada de mil maneras, por ejemplo en la imprescindible filmografía de Leopoldo Torre Nilsson, en lo que realmente importa: su forma. Mientras que India song carece de descendencia, está allí, sola, esperando, lo que aparece como poco probable, que alguien, o algunos, intenten continuar trabajando por el sendero que abrió. Sería una ingenuidad, inadmisible en estos tiempos que corren, sospechar que esa marginación de un filme que piensa a los marginados, se debe a su condición de filme abiertamente político (todos, de manera más o menos evidente, lo son). Y, sin embargo, no tengo dudas de que lo es. Pocas veces se ha demostrado, por oposición, de manera tan clara que las formas agazapan, más allá de quién las construya, una intencionalidad política.

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Una voz, una de las tantas, dice que Anne-Marie Stretter sufre de la lepra del corazón. Cercada por la otra, la del cuerpo, ella se disuelve mientras ejecuta los rituales que le son propios por su lugar social. De la misma manera que la mendiga laosiana, asimismo rodeada por la lepra del cuerpo pero sin tenerla, ejecuta los suyos. Ambas, quizá, lo hagan mecánicamente. Hay una acción que las une: Anne-Marie Stretter ha dado órdenes de que los restos de la comida que se sirve en las fiestas sean acercados a quienes esperan, hambrientos, tras las rejas que separan la mansión de las calles de Calcuta. Al tiempo que canta y grita, la mendiga espera el alimento. Cuando la esposa del embajador se traslada a las islas, ella la sigue. ¿Es solamente el deseo de la comida el que provoca el desplazamiento? ¿O es que se nos sugiere que ambas, tan lejanas en cierto sentido, están mucho más cerca de lo que cabría pensar?. La que almacena en su memoria todo lo que ha vivido -Anne-Marie Stretter- y la que ya no recuerda nada de sí -la mendiga- han consumado su deriva asiática hasta encontrarse en Calcuta donde, como la actriz y la enfermera de Persona, una expresa la desesperación que no siente y que pertenece a la otra.
Esa desesperación que también grita el vicecónsul obligado a traspasar la reja, a seguir gritando en el territorio que le pertenece a la mendiga. Los que pueden gritar, sobreviven; la que no puede, acaba con su vida. Duras provoca múltiples lazos entre estos tres personajes. Si el vicecónsul, mientras baila con ella, le dice a Anne-Marie Stretter "No tenemos nada que decirnos. Somos lo mismo", el discurso también sugiere que son lo mismo que aquella otra que gira en torno a la embajada.

¿Qué es la lepra del corazón?. Esa que, como la otra, la del cuerpo, se resuelve en un estallido indoloro. Quizás la enfermedad que provoca la conciencia del absurdo de la vida, la que late tras estas imágenes y estos sonidos. La que se apodera de nosotros, los espectadores, cada vez que frecuentamos India song, una costumbre dolorosa que punza nuestras zonas más secretas, aún para nosotros mismos que sólo atinamos a sospecharlas.

8 de diciembre de 2003