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«He encontrado una idea de novela [de película]. No describir la vida de las gentes sino solamente la vida, la vida simplemente; lo que hay entre las gentes, el espacio, el sonido y los colores. Querría llegar a eso. Joyce probó, pero debemos poder... Poder hacerlo mejor.»

Ferdinand Griffon. Pierrot le fou (Jean-Luc Godard, 1965)


Elogio del amor contiene algunas de las imágenes más bellas que este observador ha visto en mucho tiempo, pero la sustancia del último largo de Godard no son sólo las imágenes; la acumulación de ideas, sonidos, referencias, frases, citas, músicas, reflexiones, presencias, ausencias...que pueblan los fotogramas de Godard parece encaminada a rodar el espacio que, como dijo Griffon, "hay entre las gentes" y que nutre "la vida, la vida simplemente", o lo que es lo mismo: aquello que hace arte al arte. Para Roland Barthes la fotografía es la presión de lo indecible que lucha por ser dicho. Para Godard, su famosa "verdad a 24 fotogramas por segundo" podría entenderse como la presión de lo intangible que lucha por lograr sustancia, un afán matérico por salir del mundo de las ideas y al servicio del cual el artista se antoja un simple amanuense, con un papel fundamental eso sí, cuya caligrafía servirá de catalizador, de vínculo entre ambos mundos. Otro director muy aficionado a reflexionar sobre su propio oficio como es Víctor Erice, definió de manera precisa ese vínculo: "Todo el mundo tiene la capacidad para crear y recrear en su interior. Y una película no existe hasta que es vista, si no hay unos ojos que miren esas imágenes, las imágenes no existen. Cuando acabo una película, ya no es mía nunca más, pertenece a la gente. Yo no soy más que un intermediario en el proceso" [1].

Godard parece plantear en Elogio del amor la búsqueda del principio de todo, del fundamento último y primero, aquello que los filósofos presocráticos dieron en llamar el arje, y lo busca en el cine y a través del cine. Para los pensadores helenos, el arje habría de encontrarse en los elementos básicos de la naturaleza -la tierra, el aire, el agua, el fuego-; para Godard podría encontrarse en los elementos de la sintaxis cinematográfica y en la reflexión sobre el propio cine. Elogio del amor es una película que plantea un diálogo constante con la vida, con el cine y consigo misma y que oculta en su interior una reflexión profunda sobre la Historia de las historias.

El realizador franco-suizo juega con los formatos y sus texturas, retoza con las técnicas digitales, y hace un uso magistral del montaje y la música regalándonos momentos de un lirismo desbordado al tiempo que construye un paisaje de la mirada que nos parece nuevo y, lo que es aún mejor, que realmente lo es. Aunque esta supuesta y aún posible virginidad de lo mirado -que no de el que mira- sólo es posible, en una idea militantemente posmoderna, en relación con todos los demás paisajes que hemos visto con anterioridad. Para Godard, y así se lo hace expresar a sus personajes, sólo en base a lo ya visto podemos percibir lo nuevo. Si bien la idea no es demasiado audaz [2], sí que disecciona el movedizo y quizá un tanto trillado terreno por el que se mueve actualmente el cinematógrafo, un arte donde la Historia es la cinta de Moebius en la cual las historias se reencarnan en otras historias, pero donde cabe preguntarse si este proceso podrá reproducirse hasta el infinito: ¿es posible la cita continua? Es muy probable que el más apretado corsé para la creación sea la ficción y la única manera posible de respirar resulte de romper las ataduras del lenguaje (sea cual sea), de las estructuras comunicativas que suponen el (¿anquilosado?) vehículo para expresar nuestras pulsiones creadoras. El vivaz campo de la no ficción está acogiendo a tenaces creadores -Jose Luis Guerín (Innisfree, En construcción) Agnès Varda (Los espigadores y la espigadora), Michael Moore (Bowling for Colombine), Isaki Lacuesta (Cravan vs. Cravan), Víctor Erice (El sol del membrillo, de 1992 pero presente siempre), Agustí Villaronga (Aro Tolbukhin, en la mente del asesino, de dirección compartida con Lydia Zimmermann e Isaac P. Racine) o el propio Godard (Histoire(s) du cinéma y también su acercamiento, su postura, ante su Elogio del amor)-, creadores que se plantean una nueva relación con la realidad.

Godard puebla este paisaje virgen de retazos, frases, sonidos, imágenes -tomadas o retomadas- dando forma a un desarrollo argumental en apariencia sencillo, donde un joven director de cine, Edgar, quiere plasmar en un film las cuatro estancias del amor, el encuentro, la pasión física, la separación y el reencuentro, en la piel de tres parejas de amantes que se encuentran cada una en las tres edades del hombre, la infancia, la madurez y la vejez, respectivamente. Este film dentro del film le sirve a Godard para reflexionar sobre el propio cine, sí, y las citas a directores y películas que le precedieron son continuas, pero también y de manera pareja le sirve para trazar un intricado y denso armazón reflexivo sobre el amor y sobre la vida. Para Henry Miller la literatura, el acto de escribir, era "algo que es paralelo a la vida, pertenece a ella al mismo tiempo, y la sobrepasa"; para Godard podría decirse que el cine es la vida.

Elogio del amor es una película acumulativa, no sólo porque superpone niveles de lectura hasta densidades difíciles de encontrar y casi imposibles de asimilar en su totalidad (aunque no hay necesidad de aprehender todo lo visto, basta con captar lo sugerido) si no también porque es un film que goza, y esta vez de verdad, de vida propia fuera de la pantalla. Bresson (que es citado en varias y dispares ocasiones en Elogio del amor) planteaba su cinematógrafo de manera que la emoción partiría de una aparente desnudez que habría de ser vestida en la mente del espectador; Godard, en cambio, parece ofrecernos los más exuberantes ropajes que el espectador habrá de desvestir para encontrarse a sí mismo. Y ambos presentan una experiencia que ha de tomar sentido completo en la internalización que el propio espectador realice de lo mostrado: su cine (por lo menos el del último Godard) parte de una reflexión que tras su tránsito material por la película y su proyección en lo volátil de la pantalla se convierte en otra reflexión, no siempre más plena de sentido, pero siempre distinta y enriquecedora.

Por todo ello, Elogio del amor ha de ser vista una y otra vez (y no sólo por ser necesaria) sino porque parece capaz de evolucionar con nosotros, de adaptarse como un traje elástico que siempre dará de sí y nos acogerá en su interior aunque nuestra talla cinéfila -y humana ¿por qué no? - hayan variado. Uno de los personajes del film dice que las ideas son sólo el camino hacia otras ideas, y mientras se asiste a la proyección de esta película uno puede fácilmente llegar a pensar que hay pocos caminos más intensos, honestos y hermosos por los que transitar que Elogio del amor.

[1] Erice entrevistado por Rikki Morgan, "Victor Erice: Painting the Sun," Sight and Sound, 3.4 ns, April 1993, p. 28; citado en el espacio 'Grandes directores' dedicado a Erice en la revista online Senses.

[2] Como cita Francisco Ayala en su artículo "La creación imaginaria" (Letra internacional, septiembre-octubre, 1995) Oscar Wilde le daba la vuelta a la mímesis aristotélica (el arte copia a la naturaleza) afirmando, con su ingenio habitual, que es la naturaleza quien copia al arte. Esta frase le sirve a Ayala como introducción para afirmar que "el paisaje, tal cual hoy lo concebimos (…), fue, en verdad, una creación de la pintura de paisajes; son los paisajes pintados quienes inventan el paisaje natural" puesto que lo que vemos "está siendo construido in situ por el ojo de un observador (…) cuya sensibilidad funciona a través de una cierta tradición pictórica".

José Manuel López, 21 de marzo de 2003