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- Y barcos que se fueron a pique, ¿se ven a menudo?

- Sólo una vez he visto caer en el fondo del mar mil y mil cosas destinadas a la superficie. Todo lo que se nos venía encima, se despeñaba en el agua: baúles, vajilla, cordajes, y hasta coches de niños. Fue preciso ir a socorrer a los que quedaban en los camarotes, quitarles ante todo sus salvavidas. Vigorosos Chorreantes, hacha en mano, rescataban a los náufragos. Y, con el hacha escondida, les tranquilizaban como mejor podían. Se colocaban las provisiones de toda clase en los almacenes que hay bajo nuestra propia tierra, la que hay debajo del mar.

- Pero, ¿cómo, si aquí ya no se tienen necesidades?

- Fingimos tenerlas para que nos pese menos el tiempo.

Un hombre avanzaba sujetando a un caballo por la brida. La bestia resplandeciente, un poco oblicua, relucía con una majestad, con una gentileza, con una aceptación de la muerte, que eran otras tantas maravillas. ¡Y todas aquellas burbujas de viva plata alrededor de su cuerpo!

- Tenemos muy pocos caballos -dijo La Natural. Eso es aquí gran lujo.

Junto a la Desconocida del Sena, el hombre detuvo a la bestia que llevaba una silla de amazona.

- De parte del Gran Mojado -dijo.

- ¡Oh! Que perdone, pero no me siento aún bastante fuerte.

Y el hermoso caballo repudiado se marchó de allí con toda su prestancia y esplendor, como si nada en el mundo pudiese ya cambiarlo ni conmoverlo.

- ¿Es el Gran Mojado quien manda aquí? -preguntó la Desconocida del Sena, que ya estaba bien convencida de ello.

- Sí, es el más fuerte de todos nosotros y el que mejor conoce la región. Y tan sólido que puede elevarse casi hasta la superficie. Algunos simples de espíritu llegan a afirmar que él tiene noticias del sol, de las estrellas y de los hombres. Nada de eso. Bastante hermoso es poder subir así al encuentro de los ahogados errantes. Sí. Él es de los seres completamente desconocidos sobre la tierra, que bajo el mar han adquirido una gran reputación. No encontrará usted huellas en la historia -tal como arriba la enseñan- del almirante francés Bernard de la Michelette, ni de Prístina, su mujer, ni de nuestro Gran Mojado, que ahogado como simple grumete, a los doce años, se encontró tan a gusto en el ambiente submarino, que creció de un modo terrible y se hizo un gigante de nuestra fauna.

La Desconocida del Sena no abandonaba su traje ni aun para dormir. Es todo lo que había salvado de su vida anterior. Utilizaba los pliegues y la mojadura del vestido, que le prestaban una milagrosa elegancia en medio de todas estas mujeres despojadas. Y los hombres de buena gana hubieran querido conocer la forma de su pecho.

La muchacha, que quería hacerse perdonar su traje, vivía aparte, con una modestia quizá un poco demasiado patente, y pasaba el día recogiendo conchas para los niños o para los más humildes y los más mutilados de entre los ahogados. Era siempre la primera en saludar, y, a menudo, pedía excusas, aunque no hubiese por qué.

Todos los días el Gran Mojado venía a hacerle una visita, y allí se quedaban los dos con sus fosforescencias, como fragmentos de la Vía Láctea, tendidos castamente uno junto al otro.

- No debemos estar muy lejos de la costa -dijo ella un día- ¡Si yo pudiese volver al río, escuchar algunos ruidos de la ciudad, o sencillamente la campanilla de un tranvía retrasado en medio de la noche!

- Pobre niña, mala memoria... Se olvida de que está muerta y que se expone a ser encerrada allá arriba en la más odiosa de las cárceles. A los vivientes no les gustan nuestros vagabundeos y en seguida nos castigan por ellos. Aquí está usted libre y en seguro.

- Pero ¿usted no piensa nunca en las cosas de allá arriba? A menudo acuden a mí, una por una, sin orden alguno, lo que me hace muy desgraciada. En este mismo instante estoy viendo una mesa de roble, bien barnizada, pero completamente sola. Desaparece, y he aquí que llega un ojo de conejo. Y, ahora, la huella de una pezuña de buey en la arena. Todo esto, parece avanzar como una embajada, y nada me dice sino que está presente. Y cuando las cosas acuden a mí por parejas, son cosas que no se hicieron para ir juntas. Ahora veo una cereza en el agua de un lago. Y ¿qué quiere usted que yo haga de esta gaviota en una cama, de esta perdiz en el cristal de esta gran lámpara que humea? No conozco nada más desesperante. Estos fragmentos de la vida, sin la vida, ¿son lo que se suele llamar la muerte?