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Y añadía para sí:

- ¿Y usted mismo que está aquí, junto a mi, como un guerrero tallado en un témpano?


Una tras otra, las madres se negaron a dejar que sus hijas se tratasen con la Desconocida del Sena, en vista del traje que ella llevaba día y noche.

Una que había naufragado, cuya razón estuvo quebrantada hasta después de su muerte y que no podía hallar sosiego, dijo:

- ¡Pero si ella vive! Os aseguro que esta muchacha está viva. Si estuviese como nosotros, le sería igual llevar o no vestido. Estos adornos no preocupan a los muertos.

- Cállese usted. Ha perdido usted el sentido -dijo La Natural-. ¿Cómo quiere usted que esté viva, bajo el mar?

- Verdaderamente, no se puede vivir bajo el mar -respondió la loca, abrumada, como si recordase de pronto una lección aprendida hace ya mucho tiempo.

Pero ello no fue obstáculo para que, al poco tiempo, volviese a repetir:

- ¡Pues yo, yo les digo que vive?

- ¿Quiere dejarnos tranquilas, cabeza destornillada? -replicó La Natural-. Se debería comenzar por no permitir que se dijesen cosas tales.

Pero un día, aquella misma que fue siempre la mejor amiga de la Desconocida se le acercó poniendo una cara que quería decir: "También yo estoy enfadada con usted".

- ¿Por qué tanto apego a un traje en el fondo del mar? -dijo La Natural.

- Me parece que me protege contra todo lo que aún no comprendo.

Entonces una mujer, que ya la había agredido de palabra, gritó:

- ¡Es que está demasiado satisfecha de singularizarse así! Se trata de una desvergonzada. Y por mi parte os aseguro que fui madre de familia en la tierra, y si tuviese conmigo a mi hija no vacilaría en decirle: "Quítate ese traje, ¿me oyes?". Y tú, también, quítatelo -dijo a la Desconocida, a quien ya tuteaba para humillarla. (Era eso, en el fondo del mar, el peor de los insultos)-. 0 ten buen cuidado con esto, pequeña -añadió, amenazándole con un par de tijeras que acabó por tirar con rabia a los pies de la muchacha.

- ¿Quiere usted marcharse? -dijo La Natural, conmovida por tanta crueldad.

La Desconocida, ya sola, escondió como pudo su dolor, en el agua pesada y difícil.

-¿No es esto lo que en la tierra -pensaba- se llama envidia?

Y al ver cómo de sus ojos rodaban tristemente pesadas perlas, dijo:

- ¡Ah! ¡De ningún modo! Yo no puedo, no quiero acostumbrarme.

Y huyó hasta regiones desiertas, tan de prisa como se lo permitía el lingote de plomo que arrastraba su pierna.

- Gestos horribles de la vida -pensaba-, dejadme tranquila. ¡Dejadme ya tranquila! ¿Qué queréis que haga de vosotros, cuando lo demás ya no existe?

Cuando hubo dejado muy lejos, detrás de ella, todos los peces-antorchas, y se encontró en la noche profunda, cortó el hilo de acero que la sujetaba al fondo del mar con las tijeras negras que, antes de huir, había recogido.

- ¡Morir, al fin, completamente! -pensaba, al elevarse en el agua.

En la noche marina, sus propias fosforescencias se hicieron muy voluminosas; luego se apagaron para siempre. Entonces volvió a sus labios su sonrisa de ahogada errante. Y sus peces favoritos no dudaron en escoltarla, quiero decir, en morir ahogados, a medida que iban ganando las aguas menos profundas.

 

[La desconocida del Sena, traducción de María Luisa Bombal para Losada]

[Ilustraciones: L'Atalante, de Jean Vigo]