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- Y, ahora, ¿puedo saber de dónde viene usted? -preguntó el Gran Mojado, que se mantenía siempre de perfil hacia ella, según lo exigían las costumbres de los Chorreantes cuando un hombre se dirige a una muchacha.

- No sé nada de mí misma, ni siquiera mi nombre.

- Pues bien, usted será la Desconocida del Sena. Eso es todo. Crea que nosotros no estamos mejor informados sobre nosotros mismos. Sepa solamente que hay aquí una gran colonia de Chorreantes donde usted no sería desgraciada.

Ella parpadeaba muy de prisa, como cuando uno se siente molesto por el exceso de luz, y el Gran Mojado hizo una sena a todos los peces antorchas para que si retiraran, excepto uno. Sí, había allí, alrededor suyo varios de ellos que iluminaban las profundidades y que por regla general, estaban inmóviles.

Gentes de toda edad se acercaban curioseando. Iban desnudos.

- ¿Tiene usted algún deseo que expresar? -preguntó el Gran Mojado.

- Quisiera guardar mi ropa.

- La guardará usted, muchacha. Eso es muy sencillo.

Y en los ojos, en los gestos lentos y corteses de estos habitantes de las profundidades, se adivinaba el deseo de prestar sus servicios a la recién llegada.

El lingote de plomo, atado a la pierna, la molestaba. Pensaba desembarazarse de él, o, al menos, aflojar el nudo en cuanto nadie la viese. El Gran Mojado comprendió su intención.

- Sobretodo, no toque usted eso, se lo ruego. Perdería, usted el conocimiento y se remontaría a la superficie, si por acaso llegaba usted a franquear la gran barrera de los tiburones.

La muchacha se resignó, e imitando a los que la rodeaban, se puso a hacer el gesto de separar algas y peces. Había allí muchos pececitos, muy curiosos, que rondaban continuamente el rostro y el cuerpo de la muchacha, hasta tocarlos.

Uno o dos grandes peces domésticos o guardianes -raramente tres- se agregaban a la persona de cada Chorreante prestándole menudos servicios, como llevar en la boca diversos objetos, o desembarazarles la espalda de hierbas marinas que se les habían pegado. Acudían a la señal más pequeña, o antes quizá. A veces, su obsequiosidad era molesta. Se percibía. en sus ojos una redonda y simplista admiración que, con todo, daba placer. Y nunca se les vio comer pececillos que, como ellos, estuviesen de servicio.

- ¿Por qué me tiré al agua? -pensaba la recién llegada-. Ignoro hasta si allá arriba fui una mujer o una muchacha. Mi pobre cabeza sólo está ahora poblada de algas y de conchas. Y tengo muchos deseos de decir que esto es muy triste, aunque no sepa ya exactamente qué significa esta palabra.

Al verla así, afligida,. se le acercó otra muchacha que había naufragado dos años antes y era conocida por La Natural.

- El permanecer en las profundidades, usted verá - le dijo- cómo le da una gran confianza. Pero hay que dejar a las carnes tiempo para cambiar de forma, para hacerse suficientemente densas para que el cuerpo, así, no retorne a la superficie. No estar aquí para querer comer y beber. Esas niñerías en seguida pasan. Y creo que muy pronto le brotarán de los ojos verdaderas perlas, cuando menos lo piense: ése será el indicio precursor de la aclimatación.

- ¿Qué se hace aquí? -preguntó la Desconocida del Sena al cabo de un momento.

- Mil cosas. Le aseguro que una no se aburre. Se visita el fondo del mar para recoger allí a los solitarios y traerlos aquí, a aumentar el poder de nuestra colonia. ¡Qué emoción cuando se descubre a alguien que se cree condenado a soledad eterna en nuestra gran cárcel de cristal! ¡Cómo titubea y se agarra a las plantas marinas! ¡Cómo se esconde! Por todas partes cree ver tiburones. Y, luego, he aquí que un hombre se le acerca y se lo lleva en brazos -como un enfermero después de la batalla- hacía regiones donde no habrá ya nada que temer.