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- Creía que una se quedaba en el fondo del río, pero ya veo que vuelve a subir -pensaba confusamente esta ahogada de diecinueve años que avanzaba entre dos aguas.

Sólo poco después de cruzar el Puente Alejandro tuvo un miedo terrible, cuando los molestos representantes de la policía fluvial la golpearon el hombro con sus garfios, tratando, en vano, de engancharla por el traje.

Felizmente, se acercaba la noche, y no insistieron.

Pescada otra vez -pensaba-. Tener que exponerse ante esas gentes sobre las losas de alguna morgue, sin poder hacer el menor movimiento de defensa ni retroceso, ni siquiera alzar el meñique. Sentirse muerta y que alguien le acaricie a una la pierna. Y ni una mujer, ni una mujer alrededor para secaros y haceros vuestro último tocado.

Había, por fin, dejado atrás París, y derivaba ahora entre márgenes decoradas con árboles y pastos; procuraba quedarse inmóvil, durante el día, en algún recodo del río para no viajar sino de noche, cuando sólo la luna y las estrellas vienen a rozarse con las escamas de los peces.

- Si pudiese llegar al mar, ahora que no temo la ola más alta.

Marchaba ignorando que sobre su rostro brillaba una sonrisa, si trémula más resistente que una sonrisa de vivo, siempre a merced de cualquiera cosa.

Llegar al mar. Estas tres palabras le venían haciendo compañía por el río.

Cerrados los párpados, juntos los pies, con los brazos al capricho del agua, molesta por los pliegues que formaba una de sus medias, con el pecho todavía alguna fuerza del lado de la vida, avanzaba -humilde y flotante "suceso del día"- sin conocer otro modo de andar que el del viejo río de Francia que, pasando siempre por los mismos meandros, caminaba ciegamente hacia el mar.

Al cruzar una ciudad - "¿Estaré en Nantes? ¿Estaré en Rouen?"- la retuvieron algunos instantes, contra la arcada de un puente, algunos remolinos, y fue preciso que pasase muy cerca un remolcador, revolviendo el agua, para que la muchacha pudiese reanudar su viaje.

- Nunca, nunca llegaré al mar -pensaba en el corazón de su tercera noche en el agua.

- Pero ya está usted en él -le dijo allí mismo un hombre que ella presentía muy grande y desnudo y que le ató un lingote de plomo al tobillo. Después le cogió la mano con tal autoridad, con tal persuasión, que ella quizá no hubiera podido resistir más si no hubiera sido lo que era: una muertecita.

- Confiemos en él, puesto que no puedo valerme por mí misma.

Y el cuerpo de la muchacha se sumergió en un agua cada vez más profunda.

Cuando juntos hubieron alcanzado las arenas que aguardan bajo el mar, muchos seres fosforescentes vinieron hasta ellos, pero el hombre -era el Gran Mojado- los apartó con un ademán.

- Tenga confianza en nosotros -le dijo a la muchacha-. El error, ¿sabe?, es querer respirar todavía. No se espante tampoco cuando advierta que el corazón ya no palpita casi nunca, y sólo por alguna equivocación. Y no se empeñe usted en cerrar así la boca como si tuviese miedo de engullir agua de mar. Ella es ahora para usted lo que antes era el agua dulce. No tiene que temer nada, ¿entiende? Nada que temer. ¿Siente usted que le vuelven las fuerzas?

- ¡Ah! Voy a desmayarme.

- De ningún modo. Para acostumbrarse inmediatamente, vaya pasando de una mano a otra la arena que tiene en los pies. No vale la pena de ir de prisa. Así, bien. No tardará usted en recobrar el equilibrio.

Ella acabó por tener conciencia de todo. Pero de pronto sintió un gran miedo. ¿Cómo sería posible comprender a este marino de los abismos sin que él hubiera pronunciado una sola palabra en toda el agua? Pero su pánico no duró mucho. En seguida se dio cuenta de que el hombre se expresaba únicamente por las fosforescencias de su cuerpo. Los mismos brazos de ella, ligeros y desnudos, desprendían, a la manera de una respuesta lucecitas como luciérnagas. Y los Chorreantes, en torno de ambos, no se hacían comprender de otro modo.