[6/6]

Minutos más tarde, lo sorprendió esa contracción, familiar y deliciosa, ese estremecimiento en el plexo solar. Con pasos leves, veloces, caminaba, frente a él, una mujer. Sólo la vio de espaldas; difícilmente habría podido explicar qué lo indujo, con tal rigor, a alcanzarla precisamente a ella, para observar su rostro. Podrían hallarse, naturalmente, palabras ocasionales que describieran su porte, el movimiento de sus hombros, la silueta de su sombrero, pero ¿de qué valdría? Algo más importante que los contornos visibles, una especie de atmósfera especial, un etéreo entusiasmo, urgieron a Erwin. Marchaba rápidamente, pero no podía alcanzarla; los húmedos reflejos de luz vacilaban ante él; ella prosiguió con paso firme, y su sombra negra se elevaba al caer en el halo de luz de un farol, deslizándose por la pared, y doblando en sus bordes para desaparecer.

- Caramba, debo ver su rostro -musitó Erwin-, y el tiempo vuela.

Olvidóse del tiempo. Esa extraña persecución nocturna lo embriagó. Pudo, finalmente, alcanzarla, y avanzó sin poco más, pero le faltó coraje para darse vuelta y mirarla; se limitó a aflojar el paso y ella, a su vez, lo pasó, sin darle tiempo a alzar los ojos. Nuevamente la tuvo delante de él, a diez pasos de distancia, y supo , entonces sin ver el rostro de ella, que era su presa principal.

Las calles estallaban con sus luces de color, se desvanecían volvían a relumbrar; cruzaron una plaza, un espacio de bruñida tiniebla, y luego, con un leve chasquido de su zapato de taco alto, la mujer recuperó la acera, siempre perseguida por Erwin, perplejo, desencajado, vencido por el vértigo de las borrosas luces, de la húmeda noche, de la persecución.

¿Qué lo incitaba? Ni su modo de caminar, ni sus formas, sino algo más: un hechizo sobrecogedor, como si un halo de tensa luz la envolviera, tan sólo mera fantasía, acaso el vuelo, los arrebatos de la fantasía, o, acaso, eso que, con un golpe único, divino, trastorna toda la vida de un hombre. Nada sabía Erwin, salvo que debía apresurarse, sobre piedras y asfalto, a los que la noche iridiscente parecía quitar consistencia.

Los árboles, los tilos primaverales, sé unieron a la caza: avanzaron, desde todas partes, susurrando, abrumándolo con su múltiple presencia; los pequeños corazones de sus sombras se enredaban al pie de cada farol, y su aroma, pegajoso y delicado, renovó sus fuerzas.

Nuevamente, Erwin la alcanzó. Un paso más, y estaría a su lado. Ella, abruptamente, se detuvo ante un portón, y extrajo unas llaves de su cartera. Erwin la abordó con tal ímpetu que poco le faltó para tropezar con ella. Ella se volvió hacia él: la luz de un farol se filtró entre hojas de esmeralda y Erwin pudo ver a la muchacha que, esa mañana, jugaba con el cachorro negro y lanudo en el sendero del parque; la recordó de inmediato, y de inmediato comprendió todo su encanto, su tierna calidez, su irresistible fascinación.

Quedóse mirándola, con una sonrisa lamentable.

- Deberías avergonzarte -le dijo ella con toda serenidad-. Déjame en paz.

El portón se abrió y se cerró secamente. Erwin permaneció allí, bajo el susurro de los tilos. Miró a su alrededor, y no supo adónde ir. A poca distancia, vio dos burbujas ardientes: un automóvil detenido. Se acercó y palmeó el hombro del chauffeur, inmóvil, semejante a un muñeco.

- ¿En qué calle estamos? Me perdí.

- En la calle Hoffmann -respondió el muñeco con sequedad.

Una voz ronca, calma, familiar, habló desde las honduras del automóvil.

- Hola. Soy yo.

Erwin apoyó una mano en la puerta del auto, y apenas atinó a responder.

- Estoy muerta de aburrimiento -declaró la voz-. Estoy esperando a mi amante. El trae el veneno. Al amanecer, ambos moriremos. ¿Cómo estás tú?

- Número par -dijo Erwin, abriendo, con su dedo, un surco en el polvo de la puerta.

- Sí, ya sé -respondió Frau Monde, serenamente-. La número trece resultó ser la número uno. Lo arruinaste iodo.

- Una lástima -dijo Erwin.

- Una lástima -repitió ella, y bostezó.

Erwin se inclinó, besó el largo guante negro, que culminaba en cinco dedos abiertos, y, con un leve carraspeo, volvió a la oscuridad. Caminó con pesadez; le dolían las piernas, lo agobiaba saber que al día siguiente era lunes y que sería arduo levantarse.


[El tiranicida, traducción de Carlos Gardini para Sudamericana]