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Hacia las nueve, ya contaba con dos más. A una, la había visto en un café, donde había entrado por un sandwich y dos tragos de ginebra holandesa. Ella hablaba animadamente con su compañero, un extranjero que se acariciaba la barba, en un idioma incomprensible (ruso o polaco); era de ojos ligeramente oblicuos, de nariz delgada y aguileña, que se arrugaba cuando ella reía; exponía sus hermosas piernas hasta la rodilla. Mientras Erwin observaba sus gestos apresurados, su modo incontenible de arrojar sobre la mesa las cenizas del cigarrillo, una palabra en alemán se abrió, como una ventana, en su lenguaje eslavo y esta palabra casual (offenbar) fue el signo "evidente". La otra muchacha, el número siete de la lista, surgió en la entrada, de estilo chino, de un pequeño parque de diversiones. Vestía una blusa escarlata y una falda verde, y su cuello desnudo, se hinchaba mientras profería alegres alaridos, tratando de apartar a dos muchachones tontos, que la aferraban por las caderas para que los acompañara.

- ¡Quiero ir, quiero ir! -finalmente gritó, y se la llevaron.

Linternas de papel de varios colores alegraban el lugar. Algo semejante a un trineo se arrojó, mientras sus pasajeros gritaban, por un riel en serpentina, desapareció tras las arcadas angulares del escenario medieval, y se sumergió en un nuevo abismo, en medio de nuevos aullidos. Dentro de un cobertizo, cuatro muchachas montaban sendos asientos de bicicleta (no había ruedas; sólo el armazón, los pedales y el manubrio) vestidas con sweaters y shorts (uno rojo, uno azul, uno verde y uno amarillo). Sus piernas desnudas trabajaban afanosamente. Sobre ellas colgaba un indicador en el que se agitaban cuatro agujas (una roja, una azul, una verde y una amarilla). Al principio, vencía la azul; luego la pasó la verde. Un hombre con un silbato estaba a su lado, recogiendo las monedas de los pocos tontos que deseaban apostar. Contempló Erwin esas piernas magníficas, desnudas casi hasta las ingles, que pedaleaban con vigor entusiasta.

"Han de ser bailarinas estupendas", pensó. "Podría hacerme cargo de las cuatro".

Obedientes, las agujas volvieron a unirse y se pararon.

- ¡Empate! -gritó el hombre del silbato-. ¡Un final sensacional!

Erwin bebió un vaso de limonada, consultó su reloj, y buscó la salida.

- Las once, y once mujeres. Creo que bastará.

Entrecerró los ojos al imaginar los placeres que lo aguardaban. Se felicitó por haberse acordado de ponerse ropa interior limpia.

"Frau Monde lo dijo con toda astucia", reflexionó Erwin. "Por supuesto que va a espiar. ¿Y por qué no? Le agregará cierto sabor".

Caminaba con la vista- gacha, meneando su cabeza con deleite, y sólo cada tanto alzaba los ojos para comprobar los nombres de las calles. Sabía que la calle Hoffmann estaba lejos, pero aún le quedaba una hora, de modo que no había razón para apresurarse. Tal como la noche anterior, poblóse de estrellas el cielo y brilló d asfalto como el agua serena, reflejando y alargando las mágicas luces de la ciudad. Pasó ante un cine importante, cuyos fulgores inundaron la calle, y, en la próxima esquina, una carcajada, breve e infantil, llamó su atención.

Vio ante él a un hombre alto, entrado en años, con un traje de noche, a cuyo lado caminaba una muchacha muy joven -una niña de catorce años, con vestido de fiesta negro, muy escotado-. Toda la ciudad conocía a ese hombre, por sus retratos. Era un poeta famoso, un cisne senil, que vivía, solo, en un lejano suburbio. Caminaba con una especie de hastiada elegancia; sus cabellos, cuyo color era el del algodón sucio, cubrían sus orejas, asomando desde el sombrero de felpa. Un botón, sobre el triángulo de su camisa almidonada, reflejó la luz de un farol, y su nariz, larga y huesuda, arrojó la cuña de una sombra sobre sus finos labios. En ese preciso instante, la trémula mirada de Erwin se detuvo en el rostro de la niña que acompañaba al poeta; había algo extraño en ese rostro, algo extraño en la mirada inquieta de sus ojos, excesivamente brillosos, y, de no tratarse de una niña -sin duda, la nieta del anciano- podía sospecharse el rouge en sus labios. Caminaba ella meneando sus caderas muy, muy levemente, con las piernas muy juntas, y le preguntaba algo a su acompañante, con voz cantarina; si bien nada ordenó Erwin mentalmente, pudo saber que su deseo sutil se había cumplido.

- Por supuesto, por supuesto -respondió el anciano, condescendiente, inclinándose hacia la niña.

Se fueron. Erwin olfateó el aroma de un perfume. Miró hacia atrás y luego prosiguió.

"¡Alto, cuidado!", repentinamente meditó, cuando cayó en la cuenta de que así sumaba doce, número par: "Debo encontrar otra, en media hora".

Lo molestó un poco continuar la búsqueda, pero, al mismo tiempo, lo halagó esta nueva oportunidad.

"Recogeré una en el camino", se dijo, sofocando un asomo de pánico. "¡Estoy seguro!"

- ¡Acaso sea la mejor! -señaló en alta voz, mientras observaba la noche iluminada.