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Ella descendía, balanceando la cartera, los escalones del Leilla, uno de los mejores hoteles locales. Su acompañante, robusto, de barbilla azulada, se demoró para encender un cigarro. La mujer era adorable; no usaba sombrero; del pelo rizado le pendía sobre la frente un flequillo que le daba el aspecto de un muchacho que actúa en el papel de damisela. Mientras caminaba (ya cuidadosamente escoltada por nuestro ridículo rival) Erwin advirtió, simultáneamente, la rosa color carmesí que le adornaba la solapa y un anuncio expuesto sobre un cartel: un turco de bigotes rubios, la palabra "¡Sí!" en letra grande y, debajo, en caracteres más pequeños, "Sólo fumo la Rosa del Oriente". Sumaban cuatro, divisible por dos, y Erwin quiso apresurarse a volver a una cifra impar. En un callejón, fuera del boulevard, había un restaurante barato al que solía acudir los domingos, harto de la comida de la mujer que lo hospedaba. Entre las muchachas que una u otra vez había escogido, hallábase una criada que trabajaba en dicho lugar. Entró y ordenó su plato favorito: morcilla y Sauerkraut. Su mesa estaba próxima al teléfono. Un señor con bombín marcó un número y comenzó a farfullar con tanto entusiasmo como un sabueso que acaba de hallar el rastro de una liebre. La mirada de Erwin solicitó el mostrador, y descubrió a la muchacha que, antes, ya viera tres o cuatro veces. Con sus pecas, era bella sin estridencias, si es que la belleza puede ser pelirroja y vulgar. Cuando alzó los brazos desnudos para ubicar los vasos de cerveza recién lavados, Erwin vio el vello rojo de las axilas.
- Muy bien, muy bien -ladró el señor al tubo telefónico.
Con un suspiro de alivio que culminó en vómito, abandonó Erwin el restaurante. Sentíase pesado, necesitaba una siesta. A decir verdad, los zapatos nuevos mordían como cangrejos. Había cambiado el tiempo, tornándose sofocante. Nubarrones en forma de cúpula crecían, acumulándose, en el cielo cálido. Se vaciaron las calles. Las casas parecían abrumadas por los bostezos de la siesta del domingo. Erwin trepó a un tranvía.
El tranvía avanzó, rechinando. El pálido rostro de Erwin, perlado de sudor, procuró la ventanilla, pero no había muchachas en la calle. Descubrió, mientras pagaba su pasaje, a una mujer, sentada en el otro extremo del pasillo, de espaldas a él. Usaba un sombrero de terciopelo negro y un vestido liviano ornado con crisantemos entrelazados contra un fondo color malva, semitransparente, que delataba los breteles de su combinación. El porte escultural de la mujer incitó a Erwin a observar su rostro. Cuando el sombrero de terciopelo se movió y, como una nave negra, comenzó a girar, él apartó, como de costumbre, los ojos, y fingió contemplar distraídamente sus propias uñas, a un joven sentado frente a él, a un hombrecito de rojas mejillas que bostezaba en la parte trasera del coche; así, fijado el punto de partida que le permitiera proseguir con sus observaciones, dirigió Erwin su mirada casual hacia la dama, que ahora volvía los ojos hacia él. Era Frau Monde. El calor cruzaba su rostro, grande y envejecido, con manchas rojizas; sus cejas masculinas enmarcaban sus ojos penetrantes una sonrisa levemente sardónica contraía las comisuras de sus labios apretados.
- Buenas tardes -lo saludó, con un ronco susurro-. Ven, siéntate conmigo. Ahora podemos charlar un poco. ¿Cómo van las cosas?
- Sólo cinco -respondió Erwin, un tanto incómodo.
- Excelente. Cifra impar. Te aconsejaría que te detuvieras allí. Y, a medianoche.. . . ¡ah, sí, creo que no te avisé. A medianoche debes ir a la calle Hoffmann. ¿Sabes dónde queda? Fíjate entre el Nº 12 y el Nº 14. El terreno baldío que hay allí será reemplazado por una villa con jardín amurallado. Las muchachas que hayas elegido estarán esperándote, echadas sobre alfombras y almohadones. Te encontraré en la puerta del jardín, aunque se entiende -añadió con una sonrisa artera- que no he de entrometerme. ¿Recordarás la dirección? Un farol nuevo iluminará la puerta desde la calle.
- Ah, una cosa -dijo Erwín, haciéndose de coraje-. Al principio, que estén vestidas, quiero decir, que tengan el mismo aspecto que cuando las elegí... y que estén muy alegres y obsequiosas.
- Bueno, naturalmente -ella respondió-. Todo será tal como lo deseas, ya me lo aclares o no. Si no, no tenía sentido alguno empezar con este asunto n'est-ce pas? Sin embargo, muchacho, confiesa que estuviste a punto de incluirme en tu harén. No, no temas, no me burlo de ti. Bueno, aquí debes bajarte. Ha sido, realmente, un gran día. Cinco está bien. Te veo poco después de medianoche, ija, ja!
4
Al llegar a su cuarto, Erwin se quitó los zapatos y se estiró en la cama. Se despertó al anochecer. Desde el fonógrafo de un vecino, un melifluo tenor aullaba, a todo volumen: "Quiero ser feliiiz..."
Erwin se dedicó a recordar: "La Número Uno, la Doncella de Blanco, es la más inexperta de todas. Acaso me apresuré un poco. En fin, no le hace. Luego, las Mellizas de la columna. Criaturas alegres y pintarrajeadas. Con ellas estoy seguro de pasarla bien. Luego la Número Cuatro, Leilla la Rosa, parecida a un muchacho. Esa, creo, es la mejor. Y, finalmente, la Zorra de la cervecería. Tampoco está mal. Pero sólo cinco. ¡No es mucho que digamos!"
Por un rato, permaneció tendido, con la nuca sobre las manos, escuchando al tenor, que insistía en querer ser feliz.
"Cinco. No, es absurdo. Qué lástima que no sea lunes por la mañana: esas tres vendedoras, el otro día... Ah, hay tantas bellezas que esperan ser descubiertas! Y siempre puedo pescar, a último momento, alguna que pasee por la calle.
Calzó los zapatos que usaba habitualmente, cepillóse el cabello y se fue.