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Se aclaró Erwin la garganta, y, casi en un susurro, preguntó:

- Pero ¿cómo sabré? Supongamos que elijo una... ¿Qué ocurre en ese caso?

- Nada -respondió Frau Monde-. Tus sentimientos, tus deseos, ya entrañan una orden. De todos modos, para que estés seguro de que se cumple el trato, te haré dar, cada vez, una señal: una sonrisa, no necesariamente dirigida a ti, una palabra dicha por alguien al pasar, una súbita mancha de color, algo por el estilo. No te preocupes, lo sabrás.

- Y... y... -murmuró Erwin, mientras sus pies se agitaban bajo la mesa- ¿dónde va a ocurrir... todo? Sólo dispongo de un cuarto pequeño.

- Tampoco te preocupes por eso -dijo Frau Monde, y se levantó, haciendo crujir su corsé-. Ahora, sería mejor que te fueras a casa. Un buen descanso por la noche nunca viene mal. Te acercaré.

En el taxi descubierto, mientras el viento silbaba, entre el cielo estrellado y el asfalto resplandeciente, el pobre Erwin vivía una profunda exaltación. Frau Monde sentábase muy erguida, sus piernas cruzadas formaban un ángulo pronunciado, y las luces de la ciudad reverberaban en sus ojos, semejantes al rubí.

- Llegamos a tu casa -declaró, palmeando el hombro de Erwin-. Au revoir.

3

La cerveza negra, mezclada con brandy, provoca sueños disparatados. Tal fue la reflexión de Erwin cuando despertó a la mañana siguiente: debía haberse emborrachado y su charla con esa mujer no era sino un desvarío de su imaginación. Este giro retórico es frecuente en los cuentos de hadas; como en los cuentos de hadas, nuestro joven amigo no tardó en comprobar su error.

Salió al mediodía, en el preciso instante en que el reloj de la iglesia emprendía la ardua tarea de dar las doce. Exultantes, también repicaron las campanas dominicales, y una dulce brisa acarició las lilas persas que rodeaban el baño público del pequeño parque cercano a su casa. Las palomas se erguían sobre un viejo Herzog de piedra, o bien invadían el arenero donde niños en cuclillas cavaban con palas de juguete o jugaban con trenes de madera. El viento agitaba las hojas rutilantes de los tilos, cuyas sombras puntiagudas herían, trémulas, el sendero de grava, y, trepándose ágilmente a los pantalones o a las faldas de los transeúntes, corrían hacia sus hombros o sus rostros para dispersarse sobre ellos y deslizarse una vez más hasta el suelo, donde aguardaban, moviéndose apenas, a otro que las llevara. En este matizado escenario, descubrió Erwin a una muchacha vestida de blanco que, inclinada, acariciaba con dos dedos a un cachorro rechoncho y peludo, que tenía verrugas en el vientre. Al bajar la cabeza, ella reveló su nuca, la prominencia de sus vértebras, su esbelta lozanía, el tierno surco que le dividía la espalda; el sol, a través de las hojas, hirió con rubios destellos su pelo castaño. Ella se incorporó a medias, sin dejar de jugar con el cachorro, y dio varias palmadas en el aire. El animalito rodó por la grava, se alejó unos pasos y cayó de lado. Sentóse Erwin en un banco y observó, tímida, ávidamente, el rostro de la muchacha.

La vio con tal claridad, con una fuerza de percepción tan perfecta y penetrante, que, al parecer, ningún otro detalle sobre sus rasgos le hubiera deparado años de previa intimidad. Advirtió en cada crispación (le sus pálidos labios la aparente repetición de cada suave movimiento del perrito; sospechó en sus pestañas vivaces parte del fulgor que emitían sus ojos radiantes; aunque lo más encantador era, acaso, la curva de su mejilla que ahora veía casi de perfil; por supuesto, las palabras no podían describir la delicia de ese trazo perfecto. Mostrando sus hermosas piernas, ella echó a correr, y el cachorro la siguió a los tropezones, tal como tina pelota de lana. Súbitamente Erwin recordó sus milagrosos poderes; contuvo el aliento y aguardó la señal prometida. La muchacha volvió entonces la cabeza y dirigió una sonrisa a esa pequeña criatura rechoncha que corría dificultosamente a su zaga.

- Número uno -díjose a sí mismo Erwin, con complacencia inusual, y abandonó el banco.

Avanzó por el sendero de grava, arrastrando los pasos; calzaba unos zapatos chillones, color amarillo rojizo, que sólo usaba los domingos. Dejó el oasis de ese parque diminuto para dirigirse al Boulevard Amadeus. ¿Estaban sus ojos al acecho? Claro que sí. Pero, probablemente a causa de la impresión que le había causado la muchacha vestida de blanco, más honda que cualquier otra que recordara su memoria, una mancha borrosa danzaba ante sus ojos, impidiéndole un nuevo hallazgo. Esa mancha, sin embargo, no tardó en disolverse, y, cerca de una columna con paneles de vidrio donde se exhibían los horarios del tranvía, observó nuestro amigo a dos damas jóvenes -hermanas, o aun mellizas, a juzgar por su asombrosa semejanza- que discutían sobre el recorrido de una línea con voz vibrante y entusiasta. Ambas eran pequeñas y delgadas, con vestidos de seda negra, con ojos provocadores, con los labios pintados.

- Este es el tranvía que debes tomar -insistía una de ellas.

- Las dos, por favor -apresuróse a pedir Erwin.

- Sí, por supuesto, -dijo la otra, respondiéndole a su hermana.

Erwin continuó recorriendo el boulevard. Conocía cada calle elegante donde hallar las mejores posibilidades.

- Tres -díjose a sí mismo-. Número impar. Hasta ahora perfecto. Y si ya fuera medianoche...