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Aquella tarde, a la salida del café, Pessoa se dirigió con paso calmo a su cuarto. Estuvo leyendo durante un par de horas y cuando hubo oscurecido comprobó que apenas le quedaba tabaco para pasar la noche. Miró por la ventana para ver si Paulo, el propietario de la tabaquería de la esquina, había cerrado la puerta. Tenía suerte. Se colocó el sombrero y bajó a la tienda. Salió de la tabaquería con el paquete de cigarrillos y una botella de oporto bajo el brazo. Cruzó la calle y se encerró de nuevo en su cuartucho anónimo. Sentado en una silla, inmóvil, Pessoa estuvo fumando y bebiendo durante varias horas. Había dejado la ventana abierta para sentir mejor la brisa húmeda del puerto. Pasada media noche se tumbó vestido en la cama. No pensaba en dormir. Su intención era seguir bebiendo y fumando hasta que la luz del amanecer y las sirenas de los barcos le borraran la mala conciencia del insomnio. Pero no ocurrió así esta vez. El humo del último cigarrillo logró adormecer al poeta. Y entonces fue cuando tuvo el sueño. Pessoa soñó con otro escritor, fumador compulsivo como él, y sentado ante la mesa de su despacho, escribiendo. Primero lo vio de espaldas. Luego salió al balcón y desde allí sintió también la brisa agrietada del puerto. De otro puerto, pensó, de una ciudad tan parecida a Lisboa como se parecía él a este escritor insomne. ¿Dónde estamos?, preguntó Pessoa al hombre que escribía. "En Trieste", respondió el hombre sin inmutarse. Ambos fumaban. Ambos eran infelices. El que escribía estaba lleno de buenos propósitos (escribir ya es de por sí un buen propósito) y tenía además la pretensión de dejar el tabaco. En ese quiero y no puedo andaban ahora sus pensamientos. A petición suya su mujer había escondido el tabaco en algún lugar del dormitorio y cuando Svevo quisiera fumar debería robar tiempo a la escritura para buscarlo, lo cual, pensaba ingenuamente el escritor, le haría desistir definitivamente de hacerlo. En realidad esto jamás sucedía, pero cuanto menos, mientras se obcecaba en encontrar el maldito tabaco que su esposa, experta en escondrijos, había ocultado sagazmente, pasaba un tiempo durante el cual no fumaba en absoluto. Cuando al fin lo encontraba, como acababa de ocurrir hacía tan sólo unos minutos, Svevo se ponía a fumar de manera compulsiva, como el condenado que saborea los últimos segundos que preceden a la muerte. Fumaba y escribía. Este hombre se llamaba Ettore Schmitz. Pero su nombre de escritor era otro. Había elegido el de Italo Svevo. También había inventado una forma de escribir propia de este nombre mestizo. Se sabía un escritor fracasado. Un escritor sin límites es siempre un escritor marginal o fracasado. En ese aspecto también se parecía a Pessoa. Sus coincidencias eran múltiples, aunque las más visibles fuesen la corbata de lazo, los bigotes y el sombrero que ni uno ni otro abandonaban mientras escribían.

Por un instante el portugués pensó que esa pesadilla era fruto de la locura. O tal vez la consecuencia de una fuerte borrachera. La culpa debía de tenerla su afición a los heterónimos. Encontrarse sin más con su otro yo, su hermano literario, escribiendo en un cuarto de la ciudad vieja de Trieste y fumando un cigarrillo tras otro, asfixiando de humo cada uno de sus tristes pensamientos, era cosa de magia. Sin duda el escritor portugués era el más débil y pobre de ambos. El triestino, sin embargo, tosía con más ímpetu. La bruma gris que acababa de reunirlos también los sentenciaba.

Svevo pensó que el visitante merecía una explicación:

- Esto que escribo es una apología del tabaco. Disfrazada de novela, claro, por si algún día llegara a publicarse. La llamaré: La conciencia de Zeno, un título muy emblemático, ¿no le parece? Los libros hay que vestirlos de novela, de otra forma no se leen, aunque usted y yo sepamos que esta supuesta novela no es más que una apología del tabaco. El cigarrillo es nuestra musa, ¿verdad?