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El inglés se lava con regularidad. Sin embargo es para el hindú el símbolo de la contaminación y de la inmundicia. El hindú no puede, no puede pensar en él sin sentir náuseas.

Y es que el inglés está continuamente manchado por contactos de toda clase de los que se cuida bien el hindú.

Pocos seres se bañan tan a menudo como el hindú.

En Chandernagor, que es mucho más chico que Asnières, hay 1.600 estanques, además del Ganges, cuyas aguas son sagradas. A cualquier hora del día que uno pase, es raro ver alguno desocupado. Tampoco el Ganges está vacío. Ya se sabe que el Ganges no trae agua destilada. La toman como viene. Lo mismo el agua de los estanques. Si fuera limpia no la ensucíarían a propósito antes de bañarse.

En el agua el hindú está serio. Erguido, con el agua a la rodilla. De vez en cuando se agacha y el agua sagrada pasa sobre él, luego se endereza. Así pasa un rato, y lava su juti. Sobre todo se lava bien los dientes. Entra en relaciones de rezo con el sol, si lo ve por ahí.

Pero nada de risas. Sólo en los arrabales de algunos grandes centros urbanos, cerca de las fábricas de yute, uno ve alguna vez dos o tres atrevidos que ensayan el crawl. ¡El crawl! ¡Nadar! Nadar en un agua sagrada. Algunos han llegado a tirarse agua. Felizmente esos espectáculos son rarísimos y no cunden.

Con todo, la suciedad hindú es proverbial.

Cosa rara, cuando sus pintores hacen un cuadro de sus inmundos interiores, de sus harapientos, hacen un cuadro muy limpio. Indican limpiamente la suciedad. Los harapos son limpios, las manchas son muy limpias, lo que parece indicar que tienen todo lo necesario.

En cambio, los cuadros europeos del siglo diecinueve están repletos de cabezas de carboneros, de casas y paredes leprosas, de mejillas y cabezas pegajosas, de interiores infectos.

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Cuando vi los turcos por una parte, y por otra los armenios, sin saber nada de su historia senti que en el pellejo de un turco me alegraría muchísimo apalear a un armenio, y que en el pellejo de un armenio sería natural que me apalearan.

Cuando vi los marroquíes de un lado y los judíos de otro, entendí que los marroquíes querían violar a las mujeres de los judíos bajo sus narices y lo habían hecho siempre.

Eso puede explicarse, pero entonces ya eso cambia de especie.

La primera vez que una serpiente ve una mangosta, siente que es un encuentro fatal para ella. En cuanto a la mangosta, no le hace falta reflexionar para detestar a la serpiente. La detesta y la devora a primera vista.

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Pese a que son muchos, los hindúes en conjunto son una presa. Alejandro el Grande, los reyes griegos, los hunos, los mongoles, los ingleses, el mundo entero los ha derrotado. Hace ocho siglos que han perdido su independencia.

Hoy todavía un gurja (descendiente de los mongoles, que habita al noroeste de Bengala) domina a diez bengalíes y hace temblar a cien.

Todo eso no se puede explicar fácilmente aunque uno lo sienta muy bien.

La primera razón es el derrotismo congénito de los hindúes. Apenas un elefante real se da vuelta, se desbanda todo el ejército.

Naturalmente un elefante no es de fiarse. Un petardo lo pone en fuga. Yo nunca he tenido simpatía por el elefante. Es calmoso. Pero no tiene sangre fría. En el fondo es un afiebrado. Cuando las cosas andan mal, se enloquece y entonces no lo detiene sino un inmueble. Cuando está en celo, se trastorna. Que todo el mundo se aparte, va a suceder una catástrofe. El señor elefante quiere echar una cana al aire.

Además, como buen débil es vengativo. Mejor no hablar de su mirada. Todo hombre amante de los animales queda decepcionado con su mirada.

Imagínense un ejército de millares de elefantes, de tantos y más carros, de 600.000 hombres (hubo ejércitos de ésos contra Alejandro, contra una cantidad de conquistadores) y comprenderéis qué confusión puede ser todo eso.

Cómo les gusta a los hindúes esa abundancia, pero un pequeño ejército de 10.000 infantes nerviosos los dispersa.

Agréguese que antiguamente los hindúes empleaban shantras o fórmulas mágicas. No hay que negar el valor de la magia. Sin embargo, rinde resultados insuficientes.

La preparación psíquica es lenta. Un hombre mata más pronto de un sablazo que por magia. El sable está listo en todo momento: no hay que afilarlo después de cada ejecución. El último imbécil puede manejar un sable, y es más fácil reunir veinte mil imbéciles que veinte buenos magos.

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