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Para el hindú no cuentan sino la religión y la casta: lo demás son detalles. Lleva netos y claros, sobre la frente, los signos de su culto en gruesas rayas horizontales de bosta de vaca.

Para el hindú no cuentan sino las prescripciones y lo artificial.

Hay que reconocer que con las pocas necesidades que tiene, parecía destinado a esta orientación. El europeo descansa cuando ha satisfecho sus necesidades; el hindú carece de necesidades. (Le da lo mismo comer una vez que tres veces, un día come a las doce y el siguiente a las siete, duerme cuando le viene bien y donde se encuentre, sobre una manta tirada en el suelo.)

No hay en el mundo miseria ni situación por desvalida que sea capaz de asombrarlo.

Hay que ver sus hoteles. Diógenes pensaba que era una hazaña alojarse en un tonel.

Bueno, pero jamás se le ocurrió alquilarlo a una familia, o a viajeros de Esmirna, o compartirlo con sus amigos.

Pues bien, en un hotel hindú, a uno le proponen un cuarto donde hay exactamente lugar para un par de zapatillas. Un perro se asfixiaría. El hindú no se asfixia. Se arregla con el volumen de aire que le dan.

El confort le molesta. Le es hostil. Si el pueblo que lo ha conquistado no fuera un pueblo tan cerrado como el inglés, el hindú lo hubiera hecho avergonzarse de su confort.

En materia de sufrimiento tampoco se puede asombrar al hindú.

En Europa basta un ciego pobre para despertar compasiones. En la India, si cuenta con su ceguera para enternecer, puede esperar sentado. No, que agregue a la ceguera, rodillas deshechas, un brazo amputado, o a lo menos la mano, y cuanto más sanguinolenta mejor, luego una pierna de menos y la nariz comida, naturalmente. Su poco de baile de San Vito en lo que le queda, lo ayudará tal vez a presentarse con algún éxito. La gente comprenderá que su situación deja que desear y que una monedita lo alegrará, pero quién sabe. Esos espectáculos son tan comunes, tan numerosos. Hay flacuras tales que uno se pregunta sí proceden del hombre o si proceden del esqueleto.

Hay un mendigo que, sin manos, con las piernas paralizadas, arrastrándose sobre las rodillas, con una alforja atada a la cintura por una cuerda, que arrastra dos metros tras él, recorre Chowringhee (el gran bulevard de Calcuta) toda la mañana.

Se creerá que hace «plata». He tenido la innoble curiosidad de seguirlo media hora, tiempo durante el cual recogió 2 cobres (hay 4 cobres en un anna y 16 annas en una rupia de 7 francos).

Los hay que tambaleándose no hacen diez metros en una mañana, aquí caigo y aquí me levanto. En la misma ciudad viven los rajahs, la gente más rica del mundo con los millonarios norteamericanos.

Pero no, a cada uno su destino. Hay que resignarse. El egoísta beato es cien veces más egoísta.

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Tampoco debe creerse que el hindú esté aplastado por el número de prescripciones y que su religión sea tiránica por eso, como suele escribirse.

Al hindú le encantan las prescripciones. Las de la religión no le bastan y pide más.

Hasta en el amor le encantan las prescripciones (Kamasutra). Hasta ladrón, le encantan las prescripciones. En un antiguo drama (de Kalidasa, creo), el ladrón está por entrar en una propiedad vecina de la que lo separan una puerta y una pared, y se detiene a enumerar con fruición el código del robo, sus diversas reglas, hasta llegar a la regla número 6, que establece «las prescripciones obligatorias en caso de robo con efracción».

Un amigo hindú, cada vez que yo le hacia un servicio, solía mandarme al día siguiente un ramo horroroso (en la India no saben hacer ramos, pero los regalan a cada paso, para entrar en materia) y algunas reglas, como levantar el pie derecho para respirar a la derecha, no orinar sino respirando con el lado izquierdo de la nariz, meterse el dedo aurícular en la oreja después de la puesta del sol, etcétera, etcétera...

Deploro que esas reglas no valgan la pena de ser seguidas. Qué más hubiera querido yo que estar en buenas manos y sujeto a reglas extranjeras y seguras.

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En Francia, un poeta casi nacional ha sido invitado a hablar de todo. Acepta, desde luego. Pensará sobre cada tema. Pensará todo lo que puede pensarse de un tema, cuando se desconoce ese tema. Y, cosa rara, hace pensar, aunque por lo general, en otra cosa.

Los griegos eran así (no sólo los sofistas).

Pero el hindú los supera a todos. Para él no hay vacíos. Totalmente ignorante de un tema, lo adereza en seguida.

Su historia natural, que apenas incluye algunas buenas observaciones, enumera, sin embargo, 18 modos de volar, 17 de caer, 11 de subir, 14 de correr y 53 de arrastrarse.

Naturalmente, 18 maneras verbales de volar, sin un croquis, sin un detalle, pero 18 y no 19, 18 y el problema del vuelo ha sido resuelto.

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En Norteamérica hay una veintena de razas; sin embargo, existe el norteamericano, y de modo más definido que muchas razas puras.

Hasta el parisién existe.

Con más razón el hindú. Ghandi tiene perfecta razón al sostener que la India es una, y que son los blancos los que ven mil. Si ven mil es porque no han encontrado el centro de la personalidad hindú.

Es posible que yo tampoco lo haya encontrado, pero siento claramente que existe.

 

[Traducción de Jorge Luis Borges para Orbis]

[Ilustraciones: http://www.indiaartmart.com]