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Al hindú no le encanta la gracia de los animales. Más bien los mira de reojo.

No le gustan los perros. Los perros no son reservados. Seres espontáneos, vergonzosamente desprovistos de self-control.

Y además, ¿qué significan esos reencarnados? Si no hubieran pecado, no serían perros. Tal vez, inmundos criminales, han matado un Brahma (tener buen cuidado en la India de no ser ni perro, ni viuda).

El hindú aprecia la sabiduría, la meditación. Siente afinidad con la vaca y el elefante, que existen para adentro, que viven de algún modo retirados.

Al hindú le gustan los animales que no dan las «gracias» y que no hacen demasiadas cabriolas.

En el campo, hay pavos reales, no hay gorriones, hay pavos reales, ibís, garzas, muchos cuervos y milanos.

Todo eso es serio.

Camellos y búfalos.

Inútil agregar que el búfalo es lento. El búfalo aspira a echarse en el fango. Fuera de eso todo lo aburre. Si lo enganchan, aunque sea en Calcuta, no corre ¡oh, no! y pasando de tiempo en tiempo su lengua color de hollín entre los dientes, mira la ciudad como un forastero.

El camello, para los orientales, es muy superior al caballo; un caballo al trote o al galope, tiene siempre el aire de hacer sport. No corre, se agita. El camello, al contrario, adelanta con un paso armonioso.

A propósito de vacas y de elefantes, tengo algo que decir. No me gustan los escribanos. Vacas y elefantes: animales sin impulso, escribanos.

A propósito de impulso, tengo algo que añadir. La primera vez que fui al teatro indostani, poco me faltó para llorar de rabia y de desencanto. Estaba en plena «provincia». Tal era el efecto que de modo sorprendente me produjo el indostaní, esa lengua de palabras beatas, pronunciadas con una lentitud aldeana y bonachona, con montones de vocales espesas, aes y oes bien abiertas con una especie de vibración hinchada y pesada, o contemplativamente arrastrada y asqueada, íes y ees, letra boba, un verdadero beh de vaca. Y todo envuelto, nauseabundo,confortable, eunucoide, satisfecho, desprovisto del sentido del ridículo.

El bengalí tiene más canto, más declive, un tono de dulce reproche, bonhomía y suavidad, vocales suculentas y una especie de incienso.

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No se ha enfatizado bastante la lentitud del carácter indio.

Es esencialmente lento, embridado.

Sus frases, cuando se las oye decir, parecen deletreadas.

El hindú no corre jamás, ni en la calle, ni el pensamiento en su cerebro. Camino, encadena.

El hindú no quema sus etapas. Nunca es elíptico. Nunca sale de las filas. Su antípoda es el espasmo. Nunca es asombroso. En los 48.000 versos del Ramayana, en los 100.000 del Mahabharata, no hay un relámpago. El indio no tiene prisa. Razona sus sentimientos. Prefiere los encadenamientos.

El sánscrito es la lengua más encadenada del mundo, indudablemente la más bella creación del espíritu indio. Una lengua panorámica, una lengua de razonadores, flexible, sensitiva y atenta, prevenida, hirviendo de casos y de declinaciones.

El hindú es abundante, tiene esa abundancia en la mano. Le gustan los cuadros de conjunto y también sabe verlos.

Drona acaba de morir. Se lo anuncian a su padre. Sin apresurarse, el padre, en 240 preguntas, bien lentas, bien detalladas, bien parejas, interroga sin que nadie lo interrumpa.

Después de todo eso, se desmaya. Lo abanican. Vuelve en si. Vuelve al asunto. Nuevo lote de doscientas-trescientas preguntas.

Intervalo.

Entonces, sin mayor prisa, y empezando por el diluvio, un general cuenta lo acontecido.

Así se pasa alrededor de hora y media.

Como hay muchas guerras cercanas y lejanas en el Mahabharata, muchas intervenciones de dioses y de héroes, se comprende que sus doscientos cincuenta mil versos basten apenas para dar un resumen del argumento.

Su pensamiento es un trayecto, sin alterar el paso. Inútil decir que el centro del Mahabharata no se encuentra fácilmente. El tono épico no se abandona ni un instante. El tono épico, por otra parte, como el tono erótico, tiene algo de naturalmente falso, artificial, voluntario, y parece hecho para la línea recta.

Cuando se ha comparado un soldado valiente a un tigre entre conejos, y a una manada de elefantes ante un bambú joven, y a un huracán barriendo las naves, se puede continuar diez horas en el mismo tono sin hacernos levantar la cabeza. En seguida se ha llegado a la cumbre, y se continúa en línea recta.

Pasa lo mismo con las obras eróticas; después de dos o tres violaciones, algunas flagelaciones y actos contra natura, qué quieren ustedes, ya uno no se asombra, y se sigue leyendo medio dormido. Es que no se es naturalmente épico, ni erótico. A menudo me he sorprendido de la facilidad con la cual los hindúes toman el tono sursum corda y el tono de los predicadores redentoristas.

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