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Salimos de la taberna y cruzamos la gran plaza rectangular llamada Wenzelplatz, Viehmerkt, Rossmarkt o Vàclavské Námesti. Eran las diez. A nuestro paso, las mujeres que vagaban a la luz de las farolas susurraban incitadoras frases en checo. Laquedem me condujo hasta el barrio judío, diciendo:

- Ya verá. Por la noche, todas las casas se transforman en lupanares.

Era verdad. En todas las puertas había apostada una matrona, de pie o sentada, con la cabeza cubierta con un chal, que mascullaba invitaciones al amor nocturno. De repente, Laquedem dijo:

- ¿Quiere ir al barrio de los Viñedos Reales? Allí se encuentran chiquillas de catorce y quince años que complacerían a los pedófilos más exigentes.

Decliné aquella oferta tentadora. En una casa cercana bebimos vino de Hungría en compañía de mujeres sucintamente vestidas, alemanas, húngaras o bohemias. La fiesta derivó en libertinaje, pero yo no participé.

Laquedem reprobó mi reserva y la emprendió con una húngara tetuda y culona. Enseguida se desmelenó y arrastró a la muchacha, que tenía miedo del viejo. Su sexo circundado recordaba un tronco nudoso, o ese poste de colores de los Pieles Rojas, moteado de tierra de Siena, de escarlata y del violeta oscuro de los cielos tormentosos. Al cabo de un cuarto de hora regresaron. La muchacha, cansada, mimosa y, al mismo tiempo, asustada, gritaba en alemán.

- ¡No ha parado de andar! ¡No ha parado de andar! ¡En verdad no ha parado de andar!


Laquedem reía; pagamos y nos fuimos. Entonces me dijo:

- He quedado muy contento de esa chica, y pocas veces me siento satisfecho. Sólo recuerdo un goce semejante cuando estuve en Forli en 1267 y poseí a una doncella. También fui feliz en Siena, no me acuerdo en qué año del siglo XIV, con una fornarina casada, cuyos cabellos tenían el color de los panes dorados. En 1542 me quedé tan prendado que fui a una iglesia descalzo para suplicarle a Dios, en vano, que me perdonara y me permitiera detenerme. Aquel día, durante el sermón, fui reconocido y abordado por el estudiante Paulus von Eitzen, que se convirtió en obispo de Schleswig. Von Eitzen me contó la aventura de su compañero Chrysostomus Duduloeus, que la imprimió en 1564.

- ¡Qué bien vive! -exclamé.

- ¡Sí! Vivo una vida casi divina, en absoluto triste, como la de un Wotan. Pero empiezo a sentir que debo marcharme. ¡Ya estoy harto de Praga! Si está que se cae de sueño. Váyase a dormir. ¡Adiós!

Estreché su larga y seca mano y le dije:

- ¡Adiós, Judío Errante, viajero feliz y sin destino! Su optimismo no es vulgar... ¡Qué locos están quienes le tienen por un aventurero consumido y atormentado por los remordimientos!

- ¿Remordimientos? ¿Por qué habría de sentirlos? Conserve la paz espiritual y sea malo. Los buenos se lo agradecerán. Cristo, que fue víctima de mi escarnio, me hizo sobrehumano. ¡Adiós!


Mientras se alejaba en la fría noche seguí con la mirada la figura simple, doble o triple que formaba su sombra bajo la luz de las farolas.

De repente, agitó los brazos, dejó escapar el -gemido lastimero de un animal herido y se desplomó.

Me precipité hacia él gritando. Me arrodillé y le desabroché la camisa. Él me miró con los ojos extraviados y comenzó a hablar atropelladamente:

- Gracias. Ha llegado el momento. Cada noventa o cien años siento un dolor terrible. Pero me recupero con las fuerzas necesarias para afrontar un nuevo siglo de vida. ¡Oï! -se lamentó-, que significa «¡ay!» en hebreo.

Mientras tanto, todo el puterío del barrio judío, atraído por los gritos, habla salido a la calle. Llegó la policía. Había también hombres medio vestidos, que se habían levantado de la cama a toda prisa. Por las ventanas asomaban cabezas. Me aparté y contemplé cómo se alejaban los agentes de policía que se llevaban a Laquedem, seguidos por un enjambre de hombres sin sombrero y de muchachas con batas blancas almidonadas.


Muy pronto no quedó en la calle más que un viejo judío con ojos de profeta, que me miró con recelo y murmuró en alemán:

- Es un judío. Morirá.

Y vi que, antes de entrar en casa, se desabrochaba el abrigo y se rasgaba la camisa en diagonal.


[Traducción de Teresa Clavel Lledó para Montesinos Editor]