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Otras estatuillas se agitaban, mientras el gallo batía las alas y los Doce Apóstoles lanzaban una mirada impasible sobre la ciudad al pasar ante una ventana abierta. Tras haber visitado la desoladora prisión de Schbinska, nos internamos por el barrio judío, con sus escaparates de ropa vieja, chatarra y otros objetos variopintos. Unos carniceros despedazaban vacas. Mujeres calzadas con botas cruzaban apresuradamente las calles. Judíos vestidos de luto, reconocibles por sus ropas rasgadas, transitaban por el barrio. Los niños se increpaban en checo o en una jerga hebrea. Visitamos, con la cabeza cubierta, la antigua sinagoga donde las mujeres no podían entrar durante las ceremonias, debiendo contentarse con mirar por un tragaluz. Esa sinagoga, en la que duerme oculta una admirable Torá escrita en un viejo rollo de pergamino, tiene el aspecto de una tumba. Después, Laquedem miró el reloj del ayuntamiento judío y dijo que eran las tres. Ese reloj lleva cifras hebreas y sus agujas se mueven en sentido contrario. Cruzamos el Moldau por el CarIsbrücke, el puente desde donde san Juan Nepomuceno, mártir del secreto de la confesión, fue arrojado al río. Desde ese puente, adornado con estatuas piadosas, se contempla el magnífico espectáculo del Moldau y de toda la ciudad de Praga, con sus iglesias y conventos.

Frente a nosotros se alzaba la colina de Hradchany. Mientras ascendíamos entre los palacios, continuamos conversando.

- Yo no creía en su existencia -dije-. Pensaba que su leyenda era el símbolo de su raza errante... Amo a los judíos, señor. Bullen de una forma encantadora, y es una lástima que... Entonces, ¿es cierto que Jesús le condenó?

- Es cierto, pero no hablemos de eso. Estoy acostumbrado a una vida sin fin y sin reposo. Porque no duermo. Camino sin cesar y continuaré caminando hasta que se manifiesten las Quince Señales anunciadoras del juicio Final. Sin embargo no recorro un vía crucis, sino que mi itinerario es feliz. En tanto que testigo inmortal y único de la presencia de Cristo en la Tierra, doy fe a los hombres de la realidad del drama divino y redentor que se desarrolló en el Gólgota. ¡Qué gloria! ¡Qué gozo! Pero también soy, desde hace diecinueve siglos, espectador de la Humanidad, lo cual me proporciona maravillosas diversiones. Mi pecado, señor, fue un pecado de genio, y hace mucho tiempo que dejé de arrepentirme.

Calló. Visitamos el castillo real del Hradchany, con sus salas majestuosas y desiertas, y después la catedral, donde se encuentran las tumbas reales y el sepulcro de plata maciza de san Juan Nepomuceno. Cuando entramos en la capilla donde se coronaba a los reyes de Bohemia, y donde el santo rey Wenceslao sufrió martirio, Laquedem me explicó que los muros estaban recubiertos de piedras preciosas: ágatas y amatistas. Luego señaló una amatista y dijo:

- Observe el centro, el veteado dibuja una cara con la mirada llameante y extraviada. Se dice que es el rostro de Napoleón.

- ¡Es mi cara! -exclamé-. ¡Con mis ojos oscuros y ansiosos!

Y es cierto. Allí está mi retrato atormentado, cerca de la puerta de bronce de la que pende la anilla que sujetaba a san Wenceslao mientras era torturado. Tuvimos que salir. Yo, que tanto temo volverme loco, estaba pálido y preocupado por haber visto mi rostro enloquecido. Laquedem, compasivo, me consoló y me dijo:

- No visitemos más monumentos. Caminemos por las calles. Contemple bien Praga; Humboldt afirma que es una de las cinco ciudades más interesantes de Europa.

- ¿Usted lee?

- ¡Oh! A veces leo libros interesantes mientras camino... ¡Vamos, ríase! A veces también amo mientras camino.

- ¡Cómo! ¿Y nunca siente celos?

- Mis amores de un instante equivalen a amores de un siglo. Pero, por fortuna, nadie me sigue, así que no tengo tiempo de adquirir ese hábito que engendra los celos. ¡Vamos, ríase! No tema ni al futuro, ni a la muerte. Nunca se tiene la seguridad de morir. Puede creerlo, no soy el único que no ha muerto. Recuerde a Enoc, a Ellas, a Empédocles, a Apolonia de Tiana... ¿Acaso ya no cree nadie que Napoleón todavía vive? ¡Y aquel desdichado rey de Baviera, Luis Il! Pregunte a los bávaros. Todos le asegurarán que su magnífico y loco rey sigue vivo. Tal vez usted tampoco muera.


Se hacía de noche y las luces comenzaban a encenderse en la ciudad. Cruzamos de nuevo el Moldau, esta vez por un puente más moderno.

- Es hora de cenar -dijo Laquedem- Caminar abre el apetito y yo soy muy comilón.

Entramos en una taberna donde sonaba la música.

Había un violinista, un hombre que estaba a cargo del tambor, el bombo y el triángulo, y un tercero que tocaba una especie de armonio, con dos pequeños teclados yuxtapuestos y colocados sobre fuelles. Los tres músicos armaban un ruido endiablado y acompañaban bastante bien el goulasch con pimentón picante, las patatas salteadas y mezcladas con granos de comino, el pan con semillas de adormidera y la cerveza amarga de Pilsen que nos sirvieron. Laquedem comió de pie, paseando por la sala. Los músicos tocaban y, a continuación, pasaban el plato. Mientras tanto, la sala se iba llenando de las voces guturales de los clientes, todos ellos bohemios de cabeza en forma de bola, cara redonda y nariz hinchada. Laquedem se dirigió expresamente a alguien. Vi que me señalaba. Me miraron; un hombre se acercó y me estrechó la mano, diciendo:

- ¡Viva la Franza!

Sonó la música de La Marsellesa. Poco a poco, la taberna se llenó. Había también mujeres. La gente comenzó a bailar. Laquedem tomó a la bella hija del patrón y me quedé extasiado mirándolos. Los dos bailaban como ángeles, en palabras del Talmud, que llama «maestros de danza» a los ángeles. De pronto, sujetó con fuerza a su compañera de baile, la levantó y bailó así entre los aplausos del público. Cuando la muchacha se vio de nuevo con los pies en el suelo su gesto era grave y estaba casi desvanecida. Laquedem le dio un beso, que sonó con un chasquido juvenil, y se dispuso a pagar su cuenta, un florín. Sacó su bolsa, hermana de la de Fortunatus, en la que nunca faltaban cinco monedas legendarias.