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Yo le escuchaba alarmado, pensando que estaba tratando con un loco. Él me miró y sonrió, mostrando sus encías desdentadas.

- Llegué ante las puertas de Munich. Pero, al parecer, mi cara no les gustó a los soldados del puesto de guardia, pues me interrogaron de un modo muy concienzudo. Como mis respuestas no les satisfacieron, me apalearon y me condujeron ante los inquisidores. Aunque tenía la conciencia tranquila, me sentía bastante inquieto. Por el camino, la visión de san Onofre, pintado en la casa que ahora lleva el número diecisiete de la Marienplatz, me confirmó que viviría al menos hasta el día siguiente, ya que esta imagen posee la propiedad de conceder un día de vida a quien la contempla. De cualquier modo aquella visión no tenla demasiada utilidad para mí, pues poseo la certeza de sobrevivir. Los jueces me pusieron en libertad, y estuve paseando por Munich durante ocho días.

- ¡Debía ser muy joven entonces! -exclamé, por decir algo-. ¡Muy joven!

El desconocido respondió con indiferencia:

- Casi dos siglos más joven. Pero, exceptuando la ropa, tenía el mismo aspecto que ahora. De todas formas, aquélla no era mi primera visita a Munich. Había estado en 1334, y todavía recuerdo los dos cortejos que vi. El primero estaba compuesto por unos arqueros que acompañaban a una mujerzuela que plantaba cara con arrojo a los abucheos de la multitud y llevaba con dignidad su corona de paja, una diadema infamante en cuya cima tintineaba una campanilla; dos largas trenzas de paja descendían hasta las corvas de aquella bella muchacha. Iba con las manos encadenadas y cruzadas sobre el vientre, que adelantaba lúbricamente, según la moda de una época en la que la belleza de las mujeres consistía en parecer embarazadas. Era su único rasgo hermoso. El segundo cortejo fue el de un judío al que conducían a la horca. Caminé hasta el cadalso entre el griterío de la multitud, ebria de cerveza. La cabeza del judío estaba aprisionada bajo una máscara de hierro pintada de rojo. La máscara representaba un rostro diabólico, cuyas orejas, a decir verdad, tenían la forma de los cucuruchos con orejas de burro que se les pone en la cabeza a los niños que se portan mal. La nariz era larga y puntiaguda, y su peso obligaba al infeliz a caminar encorvado. Una lengua enorme, plana, estrecha y enroscada completaba aquel incómodo artilugio. Ninguna mujer sentía piedad por el judío. A ninguna se le ocurrió enjugar su frente sudorosa bajo la máscara, como aquella desconocida que secó el rostro de Jesús con el lienzo de la Santa Faz. Cuando la plebe se dio cuenta de que un escudero del cortejo llevaba dos grandes perros atados, exigió que los colgaran junto al judío. Me pareció que se cometía un doble sacrilegio, uno desde el punto de vista de aquellas gentes, que convirtieron al judío en una especie de Cristo deplorable, y otro desde el punto de vista de la humanidad, pues yo detesto a los animales, señor, y no soporto que se les trate como si fueran hombres.

- Usted es israelita, ¿verdad? -pregunté simplemente.

Él respondió:

- Soy el Judío Errante. Seguramente usted ya lo había adivinado. Soy el Eterno judío; así me llaman los alemanes. Soy Isaac Laquedem.

Le di mi tarjeta y le pregunté:

- Usted estaba en París en abril del año pasado, ¿verdad? Y escribió su nombre con tiza en una pared de la calle de Bretagne. Recuerdo haberlo leído un día en que me dirigía a La Bastilla montado en un ómnibus.

Dijo que era verdad, y continué:

- ¿Se le atribuye con frecuencia el nombre de Ahasverus?

- ¡Dios Mío! Todos esos nombres y muchos más me pertenecen. En el romance que se cantó tras mi visita a Bruselas aparezco como Isaac Laquedem, nombre tomado de Philippe Mouskes, que en 1243 escribió mi historia en rimas flamencas. El cronista inglés Mathieu de París, que la conocía por el patriarca armenio, ya la habla contado. Desde entonces los poetas y cronistas han relatado mis andanzas con el nombre de Ahasver, Ahasverus o Ashavere, según las ciudades. Los italianos me llaman Buttadeo -en latín, Buttadeus-; los bretones, Boudedeo; y los españoles, Juan Espera-en-Dios. Yo prefiero el nombre de Isaac Laquedem, con el cual he visitado a menudo Holanda. Algunos autores suponen que fui portero en casa de Poncio Pilato, y que mi nombre era Karthaphilos. Otros no ven en mí más que a un zapatero, y la ciudad de Berna se honra en conservar un par de botas cuya confección pretenden adjudicarme y que podría haber dejado a mi paso por la ciudad. Sin embargo, lo único que diré acerca de mí es que Jesús me ordenó caminar hasta su regreso. No he leído las obras que he inspirado, pero conozco el nombre de sus autores: Goethe, Schubart, Schlegel, Schreiber, von Schenck, Pfizer, W. Müller, Lenau, Zedlitz, Mosens, Kohler, Klingemann, Levin Schüking, Andersen, Heller, Herrig, Hamerling, Robert Giseke, Carmen SyIva, Hellig, Neubaur, Paulus Cassel, Edgard Quinet, Eugène Suë, Gaston Paris, Jean Richepin, Jules Jouy, el inglés Conway y los praguenses Max Haushofer y Suchomel. Debo añadir que todos estos autores se han basado en una obrita que, publicada en Leyde en 1602, no tardó en ser traducida al latín, al francés y al holandés, y más tarde corregida y aumentada por Simrock en sus libros populares alemanes. Pero ¡fíjese! Aquí tenemos el Ring o Place de Grève. En aquella iglesia yacen los restos del astrónomo Tycho Brahe, y Jean Huss predicó en ella. Sus muros conservan las huellas de los cañonazos de las guerras de los Treinta Años y de los Siete Años.

Permanecimos en silencio, visitamos la iglesia y luego fuimos a escuchar cómo daba la hora el reloj del ayuntamiento. La Muerte tiraba de la cuerda y tocaba, sacudiendo la cabeza.