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- ¿Has venido para jugar con nosotros? -preguntó Lucrecia-. Estoy contenta, porque me aburro mucho aquí. ¿Y si imagináramos que todos nos hemos convertido en caballos? Yo voy a transformarme en caballo con nieve; esto será más verosímil. Tú, Mathilde, también eres un caballo.

- ¡Caballo! ¡Caballo! ¡Caballo! -graznó Mathilde, bailando histéricamente sobre la cabeza de Tártaro.

Lucrecia se arrojó a la nieve, que ya tenía mucho espesor, y se enroscó dentro de ella, gritando:

- iTodos somos caballos!

Cuando se levantó el efecto era extraordinario. Si yo no hubiese sabido que era Lucrecia, hubiera jurado que se trataba de un verdadero caballo. Era tan bello, de una blancura tan cegadora, con sus cuatro finos remos como agujas y una crin que caía en torno a su larga cara como si fuese agua. Reía, alegre, bailando locamente en la nieve.

- ¡Galopa, galopa, Tártaro! Pero yo seré más veloz que tú.

Tártaro no cambiaba de velocidad, pero sus ojos centelleaban. Sólo se velan sus ojos, porque estaba cubierto de nieve.

Mathilde chillaba y se golpeaba la cabeza contra los muros. Yo bailaba una especie de polka para que el frío no se apoderase de mi cuerpo.

De pronto, advertí que la puerta estaba abierta y que en el umbral se encontraba una vieja. Estaba allí seguramente desde hacia mucho rato, sin que yo hubiese reparado en ella. La vieja miraba a Lucrecia con ojos fijos y perversos. De repente, temblando de furor, gritó:

- ¡Deteneos! ¿Qué es eso? ¡Vaya, señoritas! Lucrecia, ¿no sabe usted que este juego está estrictamente prohibido por su padre? iRidículo juego! Ya no es usted una chiquilla.

Lucrecia bailaba moviendo peligrosamente sus cuatro piernas cerca de la vieja, al tiempo que lanzaba penetrantes carcajadas.

- iDeténgase, Lucrecia!

La voz de Lucrecia era cada vez más aguda, se desternillaba de risa.

- Bueno -dijo la vieja-. ¿No me obedece usted, señorita? Bueno. Entonces, lo lamentará. Voy a conducirla ante su padre.

Tenía una mano oculta detrás de su espalda, pero con una rapidez insólita en una persona tan anciana, saltó sobre Lucrecia y le puso el freno en la boca. Lucrecia se lanzó al aire, relinchando de rabia, pero la vieja no se apeó. Seguidamente, nos agarró a mi por los cabellos y a Mathilde por la cabeza, y los cuatro nos vimos lanzados a una furiosa danza. En el corredor, Lucrecia empezó a cocear y rompió cuadros, sillas y jarrones de porcelana. La vieja estaba pegada a la espalda de Lucrecia como un molusco a la roca. Yo estaba llena de heridas; creí muerta a Mathilde: colgaba lamentablemente de la mano de la vieja como un trapo.

En medio de una verdadera orgía de ruidos, llegamos al comedor. Sentado al extremo de una larga mesa, un anciano caballero, más semejante a una forma geométrica que a otra cosa, terminaba de comer. Bruscamente, una calma absoluta se estableció en la habitación. Lucrecia miró a su padre con los ojos hinchados.

- Entonces, ¿vuelves a las andadas? -dijo el viejo, cascando una nuez-. La señorita de la Rochefroide ha hecho bien en traerte aquí. Hace exactamente tres años y tres días que te prohibí jugar a los caballos. Es la séptima vez que te amonesto, y seguramente estás enterada de que el número siete es el ultimo en nuestra familia. Me veo obligado, mi querida Lucrecia, a castigarte muy severamente.

La muchacha, bajo su forma de caballo, no se movió, pero las ventanas de su nariz palpitaron.

- Lo que voy a hacer es sólo por tu bien, pequeña -dijo el anciano, en voz muy baja. Y continuó-: Eres demasiado grande para jugar con Tártaro. Tártaro es para los niños. Por lo tanto, voy a quemarlo yo mismo hasta que no quede nada de él.

Lucrecia lanzó un grito terrible y cayó de rodillas.

- ¡Eso no! ¡Papá, eso no!

El anciano sonrió con gran dulzura y cascó otra nuez.

- Es la séptima vez, pequeña.

Lágrimas manaron de los grandes ojos de caballo de Lucrecia y cruzaron como dos riachuelos sus. mejillas de nieve. La muchacha iba cobrando una blancura tan resplandeciente que era luz.

- ¡Piedad, papá, piedad! ¡No quemes a Tártaro!

Su voz aguda se hacia cada vez más delgada. Lucrecia estuvo pronto arrodillada en un lago de agua. Yo era presa de un miedo terrible de verla fundirse.

- Señorita de la Rochefroide, haga salir a la señorita Lucrecia -dijo el padre; y la vieja sacó de allí a la pobre criatura, mudada en un ser flaco y tembloroso.

Creo que él no había advertido mi presencia. Me oculté detrás de la puerta y oí al viejo subir a la habitación de los niños. A poco, me tapaba los oídos con las manos: unos espantosos relinchos se oían arriba, como si una bestia sufriese inauditas torturas...


[Traducción de Agustí Bartra para Ediciones Era]

[Ilustraciones de Leonora Carrington]