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Una dama muy alta y muy delgada se hallaba de pie delante de su ventana. La ventana era también muy alta y muy delgada. El rostro de aquella dama era pálido y triste. Permanecía inmóvil y nada se movía cerca de la ventana, excepto una pluma de faisán que llevaba prendida en sus cabellos. Aquella temblorosa pluma atraía mi mirada. iSe remecía tanto en aquella ventana donde nada se movía! Era la séptima vez que yo pasaba por delante de la mencionada ventana. La dama triste no se habla movido y, a pesar del frío que hacia aquella tarde, me detuve. Tal vez los muebles eran tan altos y delgados como ella junto a su ventana, y tal vez el gato (si es que había uno) respondía también a tales elegantes proporciones. Yo deseaba saber, era presa de curiosidad y de un irresistible deseo de entrar en la casa simplemente para cerciorarme. Antes de caer en la cuenta de lo que hacía, me hallaba en la entrada. La puerta se cerró sin ruido detrás de mi, y por primera vez en mi vida me hallé en una verdadera mansión aristocrática. Era sobrecogedor. Primero, el silencio era tan distinguido que apenas me atrevía a respirar; luego, los muebles y los objetos de adorno eran de una elegancia suma. Cada silla era por lo menos dos veces más alta que las sillas corrientes y mucho más angosta. Para aquellos aristócratas, hasta los platos eran ovales y no redondos como los que usa todo el mundo. En el salón donde se hallaba la Dama Triste el fuego brillaba en la chimenea y había una mesa llena de tazas y pastelillos. Cerca de las llamas, una tetera esperaba tranquilamente que su contenido fuese bebido.

Vista de espaldas, la Dama parecía aún más alta: tenia, a lo menos, tres metros de altura. El problema era éste: ¿cómo dirigirle la palabra? ¿Decirle que hacia un tiempo de perros? Demasiado trivial. ¿Hablar de poesía? ¿De qué poesía?

- Señora,¿le gusta a usted la poesía?

- No. Detesto la poesía -me contestó con una voz de fastidio, sin volverse hacia mi.

- Beba una taza de té; esto la tranquilizará.

- No bebo, no como. Lo hago para protestar contra mi padre, ese cochino.

Tras un cuarto de hora de silencio, ella se volvió y quedé sorprendida al advertir su juventud. Debía tener unos dieciséis años.

- Es usted muy alta para su edad, señorita. Cuando yo tenía dieciséis años, mi estatura era la mitad de la suya.

- iMe importa un cuerno! De todos modos, sirvame un poco de té, pero no lo diga a nadie. Tal vez tome uno de esos pastelillos, pero recuerde sobre todo que no debe decir nada.

Comió con un voraz apetito. Antes de engullir el vigésimo pastelillo, me dijo:

- Aunque me muera de hambre, él no ganará nunca. Desde aquí veo el cortejo fúnebre con sus cuatro gordos y relucientes caballos..., marchando lentamente, y mi pequeño ataúd blanco en medio de una nieve de rosas rojas. Y la gente llorando, llorando...

Tras una corta pausa, continuó, sollozando:

- ¡Aquí está el pequeño cadáver de la bella Lucrecia! Y, una vez muerta, ¿sabe usted?, no hay nada que hacer. Tengo deseos de matarme de hambre, sólo para jeringarlo. ¡Qué cerdo!

Dichas las anteriores palabras, salió lentamente de la estancia. La seguí.

Al llegar al tercer piso, entramos en una inmensa habitación destinada a los niños, donde, esparcidos por todas partes, se velan centenares de juguetes descompuestos y rotos. Lucrecia se acercó a un caballo de madera inmovilizado en actitud de galope, a pesar de su edad, que debla frisar en los cien años.

- Tártaro es mi preferido -dijo ella, acariciando el belfo del caballo-. Detesta a mi padre.

Tártaro se meció graciosamente sobre su balancín mientras yo me preguntaba cómo podía moverse solo. Lucrecia lo contempló, pensativa y unidas las manos.

- Irá muy lejos de esta manera -dijo-. Y cuando regrese, me contará algo interesante.

Al mirar hacia fuera, advertí que nevaba. Hacia mucho frío pero Lucrecia no se daba cuenta de ello. Un ruidito en la ventana llamó su atención.

- Es Mathilde -dijo-. Hubiera tenido que dejar abierta la ventana. Por otra parte, una se ahoga aquí.

Tras eso, rompió los cristales y la nieve entró junto con una urraca que, volando, dio tres vueltas por la habitación.

- Mathilde habla como nosotros; hace diez años le partí la lengua en dos. iQué hermosa criatura!

- iHermosa criatura! -graznó Mathilde, con voz de bruja-. iHermooosa crrrriaturrrrra!

Mathilde se posó en la cabeza de Tártaro, que continuaba balanceándose dulcemente, cubierto de nieve.