[3/3]

Al cabo de varios días su padre se presentó de improviso en la mansión de Nan Shan-Fu. Parecía tan excitado que no se sabía si estaba riendo o llorando. Como una exhalación, se llegó hasta el dormitorio de su hija y lanzó un grito terrible. Señalándola con mano temblorosa, preguntó, muerto de espanto:

- ¿Quién es esa mujer? ¡No puede ser la muchacha que un día trajo al mundo mi esposa, porque acabo de verla colgada de uno de los melocotoneros de tu jardín! ¿Cómo es posible que siga viva, cuando acabo de verla muerta?

Al oírlo, la mujer cambió de color y se desplomó en el suelo. Nan ShanFu corrió a auxiliarla, pero llegó demasiado tarde. Su esposa acababa de morir. Lo más desconcertante, no obstante, fue que, al darle la vuelta, sus rasgos se transformaron en los de la hija de los Don. Presa del pánico, Nan Shan-Fu la dejó caer y corrió al jardín que había en la parte posterior de su mansión. La que había sido su esposa colgaba, en efecto, como fruto ya maduro, del mayor de sus melocotoneros.

Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, hizo llamar a Dou Yen-Zhang y le contó cuanto acababa de suceder. El campesino pensó que se trataba de una broma de mal gusto e hizo abrir la tumba de su hija. El cadáver había desaparecido. El lugar en el que lo había enterrado se hallaba tan vacío como el tesoro de un palacio recién arrasado. Sin poder contener la ira, Dou Yen-Zhang agarró al caballero y lo llevó ante los tribunales. El juez se asombró de tan extraño suceso y ordenó llevar a cabo una investigación exhaustiva. Nan Shan-Fu se opuso de plano y le hizo entrega de una fuerte suma de dinero. De esa forma, todo quedó en una simple anécdota, que no trascendió las paredes del juzgado.

Sin embargo, cada vez que Nan Shan-Fu ponía los ojos en una joven, terminaba muriendo en extrañas circunstancias. Pronto adquirió fama de brujo y ninguna muchacha se atrevía a acercarse a él. Todas huían como hojas de arce arrastradas por los vientos invemales. Nan Shan-Fu supo, de esa forma, que estaba condenado a vivir soltero el resto de sus días. Pero no se desanimó. Recorrió cientos de kilómetros, hasta que llegó a una ciudad en la que nadie le conocía. Allí se prometió en matrimonio con la hija de un tal Dhzao, literato de cierto renombre.

Aún no se había fijado la fecha de la ceremonia, cuando corrió por toda la región la nueva de que un grupo de emisarios imperiales andaba reclutando doncellas para los harenes de la corte. Eso aceleró de tal forma la celebración de matrimonios que por doquier se veían muchachas camino de las casas de sus futuros esposos.

Nan Shan-Fu no se extrañó lo más mínimo, cuando un día se presentó en su casa una anciana que decía venir de parte de los Dhzao. La acompañaban cuatro criados con una litera cubierta de vistosos encajes. Tras anunciarse como una casamentera, la mujer dijo a Nan Shan-Fu:

- Como sabéis, el emperador anda buscando doncellas para sus harenes y hemos decidido traer a vuestra prometida antes de la fecha convenida. ¿Qué importa que los adivinos no hayan fijado esta hora? Cuando ruge el tigre, nadie se detiene a pensar si es de día o de noche.

-¿Cómo es que no vienen con vos los portadores del ajuar? Nan Shan-Fu.

-¿Quién te ha dicho semejante cosa? -se defendió la anciana-. Vienen ahí detrás. Deberíais damos las gracias por habemos adelantado -y, despidiéndose de él, abandonó la mansión a una velocidad impropia de una persona de su edad.

Nan Shan-Fu clavó los ojos en su prometida y comprobó que se trataba de una mujer realmente bellísima. El rubor arreboló sus mejillas y bajó la vista al suelo con indescriptible coquetería. Nan Shan-Fu dio un paso atrás, sobresaltado. ¡Aquel era un gesto que repetía con harta frecuencia la hija de los Dou!

Su estado de turbación era tan profundo que ni siquiera se dio cuenta del momento en el que la muchacha se había metido en la cama. Vio sus ropas a los pies del lecho y en seguida supo que le esperaba una larga noche de amor. Se extrañó, no obstante, de que tuviera la cara totalmente tapada con la sábana, pero lo achacó a la timidez propia de una recién desposada.

Loco de excitación, se dispuso a yacer con ella. Apenas había empezado a quitarse la ropa, se presentaron unos criados y le anunciaron la visita de uno de los principales de la ciudad.

Era noche cerrada, cuando el funcionario se levantó de la mesa y regresó a su mansión. Nan Shan-Fu se sorprendió de que aún no hubiera llegado el ajuar, pero no comentó con nadie sus sospechas. Como una exhalación, se llegó hasta el dormitorio y retiró con mano insegura las mantas que cubrían el cuerpo de su amada. Horrorizado, lanzó un grito que se escuchó en toda la ciudad. ¡La muchacha estaba rígida y fría como un carámbano!

Presa del pánico, Nan Shan-Fu corrió a la mansión de los Dhzao y les preguntó a qué hora le habían enviado a su hija. Los padres de la novia se miraron extrañados, porque la muchacha no se había movido de sus aposentos en todo el día.

A pesar de lo avanzado de la hora, la noticia corrió por toda la ciudad con la velocidad de un viento huracanado. Uno de los literatos que en ella habitaban, un hombre apellidado Tse, acababa de enterrar a su hija y, sin saber por qué, se vio compelido a hacer una visita a Nan Shan-Fu. Al llegar a su casa, se dirigió directamente al dormitorio y, sin encomendarse a nadie, echó para atrás las mantas. El rostro se le demudó, porque la mujer que allí yacía era la misma a la que había dado sepultura aquella tarde. Lo más asombroso, de todas formas, fue que estaba totalmente desnuda. ¿Cómo podía hallarse en semejante estado, si acababa de enterrarla con sus mejores galas?

Abandonándose a la ira, agarró a Nan Shan-Fu por el cuello y le llevó a los tribunales. El juez era un viejo conocido suyo y no tuvo más remedio que aceptar su pleito. Convocó a un grupo de alguaciles y se dirigió a toda prisa al lugar en el que se hallaba enterrada la hija de los Tse. Al levantar la losa, vieron, horrorizados, que la tumba estaba totalmente vacía.

Nan Shan-Fu fue condenado a muerte, pero nadie vertió una lágrima por él. ¿Quién iba a llorar por un fornicador de cadáveres?


[Traducción de Imelda Huang Wang y Enrique Prieto Galdón para Mondadori]