«Aquel que nunca espera lo inesperable no lo descubrirá jamás, porque está cerrado a la búsqueda y a él ningún camino lleva.» Heráclito

 

 

En un tren de madera siempre puedes encontrarte con un soldado alemán, y puedes tener que saltar sobre la nieve si has olvidado tu pasaporte. Entonces te hallarías en medio de una Europa en guerra, con el tobillo torcido perdido en un bosque de niebla. Por eso ahora no los hacen así. No sería cómodo para los viajeros.

Desde los tiempos del Unión Pacific las compañías ferroviarias se vienen enfrentando a esta clase de prodigios. En secreto, han ido eliminando sin sembrar la alarma aquellos que, tras sesudos estudios en torreones alejados del mundo, se probó que dependían de trivialidades prescindibles. Así, sustituyendo materiales, esquivando poblaciones fantasmas, trastocando continuamente los horarios, bendiciendo las máquinas en el momento de su botadura, cambiando bruscamente la velocidad y hasta el sentido de la marcha se consiguió acabar con los más espectaculares sobreviviendo sólo, muy de tarde en tarde, alguna excepción que confirma la regla de la normalidad de forma y manera que no falta quien, si quiere contarlo, tiene que regresar en barco de su modesto viaje a Leganés. No obstante, después de tantos años, es poco probable, a decir verdad, sufrir a bordo de un tren de nuestros días un ataque comanche o vivir una aventura con los correos del zar. Me lo dijeron con nostalgia.

Hoy los perseguidores de prodigios recorren miles de kilómetros a la búsqueda de uno de ellos. Van y vienen incansables de una ciudad a otra con maletas semivacías y periódicos viejos doblados bajo el brazo. Algunos llevan sombreros de viajero, todos han perdido la esperanza varias veces bajo la lluvia de los andenes, que es la más cruel y la más fría que existe, porque el portento esquiva a los avisados y repetidores arrepentidos que, en su día, víctimas de su propio pánico ante el pasmo, dejaron huir la ocasión como locomotora que se adentra en la noche. Agotados, volverán a subir una y mil veces la escalinata del vagón, se dejarán caer pesadamente sobre su asiento y desplegarán sin mirarlo su diario a la vez que apoyan la cabeza en la ventanilla esperando el silbato que enciende a duras penas el desgastado ánimo.

Entre los más abandonados de estos buscadores está el señor Segriá, a quien conocí en un Talgo hace algunos años y que vivió sobre los raíles la historia de amor que calles y hoteles, bares y jardines le habían negado. Dijo que se sentó frente a él, que era rubia y tenía un encendedor de nácar. Dijo que su perfume es imposible de olvidar. De entrada creyó conocerla, pero en seguida descartó un encuentro anterior atribuyendo la sensación de familiaridad al larghetto de la Primera Sinfonía de Schumann. Dijo que sencillamente eran iguales. Dijo cosas así. Uno no sabe nunca si debe escuchar a los enamorados y armarse de impudor para creerlos, ni si piensan a base de latidos o pueden realmente compararse mujeres y música. Pero lo cierto es que la amó kilómetros y kilómetros. En ese viaje y en otros sucesivos, en el Costa Brava y en los coches-cama. Podría darse la vuelta al mundo con la duración de ese amor.

El obeso viajante catalán hubiera querido buscarle un sitio en tierra firme, ponerle un piso o llevarla al cine, poder caminar juntos por la calle, aunque sólo fuera eso, entrar a los cafés, ver alguna película, ya se sabe, enseñarla a los amigos. Ella siempre se negó. Con una sonrisa, le anunciaba su próximo viaje. Sí él insistía se estropeaba todo, la mujer se ponía triste y sólo quería dormir o leer sus revistas. Cuando el asunto se daba por zanjado volvía a ser la de antes. Todo estaba bien así, hubiese durado años. Segriá habría podido esperar regularmente para ser feliz a que el tren, como metáfora del deseo, se introdujese nuevamente en la noche con un movimiento de vaivén. A diario, incluso, de habérselo propuesto. Sin embargo, tuvo que seguirla. Fue en París —¿Llovía, me dijo si llovía?—. Después de despedirse como de costumbre en el andén, Segriá simuló dirigirse a la cola de los taxis pero echó a andar tras ella por la acera. (Comprobó qué distinto era su modo de caminar sobre un suelo inmóvil. Era consciente de que se estaba portando mal y de que sería severamente castigado por ello. De repente, sintió vértigo. Un pánico terrible de no verla más y al doblar la siguiente esquina no la vio más. Había desaparecido, literalmente. Fue así, por ese orden, primero supo que jamás volvería a verla, a continuación sintió miedo por ello y, finalmente, la perdió para siempre. No había en el lugar puertas ni ventanas, ni bares ni comercios en los que pudiera haber entrado. Tampoco circulaban coches a esa hora de la madrugada. Segriá se sorprendió a sí mismo buscando por la zona alguna alcantarilla abierta, mirando compulsivamente aquí y allá, arriba y abajo hasta que rompió a llorar; con las palmas de las manos apoyadas en el muro desconchado en que parecía haberse convertido su amante fue deslizándose hasta quedar sentado sobre su maletín de piel. Una vez más, con su centro en la garganta, el dolor se apoderaba de todo lo que hubiera vivo bajo un abrigo mojado. No hubo sonata de violines flotando en el aire. Sólo la amarga promesa de volver a encontrarla.

A partir de aquella conversación, que vino a confirmarme sospechas hasta el momento inconfesables, he ido comprobando que muchos de los pasajeros de los trenes desaparecen apenas abandonan la estación, cosa que puede verificar cualquiera. Basta con seguirlos cuando se apean del vagón, conocen las calles aledañas más discretas —al margen de sus trenes, ¿conocen algo más?— y hacia allí se dirigen en precario equilibrio, nerviosos y rápidos, con gestos de ratón. Llegado el instante oportuno, se esfuman. Los hay más bien torpes y por eso no es del todo imposible asistir al espectáculo vertiginoso de la ausencia, a la irrupción violenta, en una calle del mundo, del no-ser. Volvería a tomar forma al día siguiente en los servicios de ese mismo tren o de otro diferente. Por eso, si es que se han fijado, apenas la máquina inicia su marcha, siempre sale alguien de algún lavabo que segundos antes estaba vacío.

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