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Al día siguiente, al presentarse al trabajo, barruntaba la tempestad. Volvió a vestirse de Papá Noel, sin perder momento cargó en el triciclo de reparto los paquetes que quedaban por entregar, y ya se extrañaba de que nadie le hubiera dicho nada, cuando vio venir hacia él a tres jefes de sección, el de Relaciones Públicas, el de Publicidad y el de la Oficina Comercial.

- ¡Alto! -le intimaron-, ¡a descargarlo todo, inmediatamente!

« ¡Te caíste!», dijo entre sí Marcovaldo y ya se veía despedido.

- ¡Rápido! ¡Hay que sustituir los paquetes! -dijeron los jefes de sección-. ¡La Unión Incremento Ventas Navideñas ha iniciado una campaña para lanzar el Regalo Destructor!

- Así de pronto... -comentó uno de ellos-. Se les podía haber ocurrido antes.

- Se trata de un descubrimiento repentino de su presidente -explicó otro-. Según parece han llegado a su hijo unos artículos-regalo modernísimos, creo que japoneses, y por vez primera le han visto divertirse.

- Lo que de veras importa -añadió el tercero-, es que el Regalo Destructor sirve para destruir artículos de cualquier clase: precisamente lo que conviene para acelerar el ritmo del consumo y devolver la vivacidad al mercado... Todo ello en menos de nada y al alcance de un niño... El presidente de la Unión ve abrirse nuevos horizontes, está como loco de entusiasmo...

- Pero el crío ese -preguntó Marcovaldo con un hilo de voz-, ¿de verdad ha destruido muchas cosas?

- Calcularlo, ni que sea por aproximación, resulta difícil, puesto que la casa se incendió...

Marcovaldo volvió a la calle iluminada como si fuera de noche, llena de mamás y niños y tíos y abuelitos y paquetes y pelotones y caballos de cartón y árboles de Navidad y Papás Noel y pollos y pavos y turrones y botellas y gaiteros y deshollinadores y castañeras que daban vuelta a calderadas de castañas en su redondo hornillo negro ardiente.

Y la ciudad parecía más chica, recogida bajo una campana luminosa, sepultada en el corazón sombrío de un bosque, entre los troncos centenarios de los castaños y un infinito manto de nieve. Por alguna parte de aquella oscuridad se oía el aullido del lobo; los lebratos tenían una madriguera sepultada bajo la nieve, en la cálida tierra roja cubierta por una capa de
erizos de castaña.

Surgió un lebrato, blanco, en la nieve, meneó las orejas, corrió bajo la luna, mas era blanco y no se le distinguía, como si no estuviera. únicamente sus patitas dejaban una ligera huella en la nieve, como hojillas de trébol. Tampoco al lobo se veía, porque era negro y estaba en la negra oscuridad del bosque. Sólo si abría la boca se veían sus colmillos blancos y puntiagudos.

Había una linea en que concluía el bosque enteramente negro y comenzaba la nieve enteramente blanca. El lebrato corría a este lado y el lobo al de allá.

El lobo distinguía en la nieve las huellas del lebrato y las iba siguiendo, pero sin salirse de lo negro, para no ser visto. En el punto en que las huellas se detenían debía de estar el lebrato, y el lobo salió de lo negro, abrió de par en par la boca roja y tendió los agudos dientes, pero mordió al viento.

El lebrato se mantenía allá cerca, invisible; se rascó una oreja con la pata, y escapó brincando.

¿Anda por ahí?, ¿está allí?, ¿no, un poco más allá?

Se veía sólo la extensión de nieve blanca como esta página.


[Marcovaldo, traducción de Juan Ramón Masoliver para Destino]