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Marcovaldo intentó explicarse: - Porque yo no soy el Papá Noel de las Relaciones Humanas: yo soy el Papa Noel de las Relaciones Públicas. ¿Habéis comprendido?

-No.

-Mala suerte. -Mas como quería de algún modo hacerse perdonar el venir sin nada, se le ocurrió tomar consigo a Michelino, y llevárselo en su viaje de reparto-. Si te portas bien puedes venir a ver como tu padre lleva los regalos a la gente -dijo, subiendo al sillín del mototriciclo.

- Vamos, a lo mejor encuentro un niño pobre -dijo Michelino y saltó a su vez, agarrándose a los hombros de su padre.

Por las calles de la ciudad Marcovaldo no dejaba de encontrar otros Papás Noel rojos y blancos, lo mismito que él, que conducían furgonetas o triciclos o que abrían las puertas de los comercios a los clientes cargados de paquetes o les ayudaban a llevar las compras al automóvil. Y todos esos Papás Noel tenían un aire concentrado y azacanado, como si fueran los encargados del funcionamiento de la enorme maquinaria de las fiestas.

Y Marcovaldo, al par de ellos, corría de una a otra de las direcciones apuntadas en su lista, se apeaba, pasaba en revista los paquetes del triciclo, tomaba uno, lo presentaba a quien abría la puerta silabeando la frase: «La Sbav les desea felices Pascuas y próspero Año Nuevo», y recogía la propina.

Esta propina podía ser incluso generosa y Marcovaldo considerarse verdaderamente afortunado, pero algo echaba en falta. Cada vez, antes de llamar a una puerta, seguido por Michelino, saboreaba de antemano la sorpresa de quien, al abrir, se encontrara con Papá Noel en persona; se prometía agasajos, curiosidad, gratitud. Y cada vez era recibido, ni más ni menos, como el repartidor que trae el periódico todas las mañanas.

Llamó a la puerta de una casa lujosa. Le abrió una ama de llaves. - ¡Huy, otro paquete!, ¿quién lo manda?

- La Sbav les desea...

- Bah, venga conmigo -y precedió a Papá Noel por un pasillo todo tapices, alfombras y jarrones. Michelino, mudo de asombro, seguía los pasos de su padre.

El ama de llaves abrió una puerta vidriera. Entraron en una sala altísima de techo, tanto que en ella campeaba un abeto descomunal. Era un árbol de Navidad iluminado con bolas de cristal de todos colores, y de sus ramas pendían regalos y dulces de toda suerte. Suspendidas del techo se veían pesadas arañas de cristal, y las ramas más altas del abeto se enredaban en los colgajos centelleantes. Sobre una gran mesa aparecían en buen orden cristalería, vajilla y cubiertos de plata, tarros de confituras, botellas en abundancia. Los juguetes, diseminados en una gran alfombra, eran tantos como en una juguetería, en particular mecanismos electrónicos y modelos de astronaves. Sobre la misma alfombra, en un rincón expedito, había un niño, tumbado de bruces, de unos nueve años, con aire entre enfadado y aburrido. Hojeaba un libro ilustrado, como si todo lo que le rodeaba no le importase un bledo.

- Gianfranco, levanta, Gianfranco -dijo el ama de llaves-, ¿no ves que ha vuelto Papá Noel con otro regalo?

- Trescientos doce -suspiró el niño, sin alzar del libro los ojos-. Déjelo ahí.

- Es el trescientos duodécimo regalo que llega -dijo el ama de llaves-. Gianfranco es muy inteligente, lleva la cuenta, sin perder uno; su gran pasión es contar.

De puntillas Marcovaldo y Michelino abandonaron la casa.