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El primer viaje lo hizo a su casa, pues no resistía la tentación de dar una sorpresa a sus chicos. «De momento -pensaba-, no me reconocerán. ¡Habrá que ver las risas, después!»

Los niños estaban jugando en la escalera. Se volvieron apenas. -Hola, papá.

Marcovaldo se llevó un chasco. - Pero... ¿Es que no veis cómo voy vestido?

- Y cómo quieres ir vestido? -dijo Pietruccio-. De Papá Noel, ¿no?

- ¿Y me habéis reconocido al momento?

- ¡No es tan difícil! ¡Hemos reconocido también al señor Sigismondo, que estaba mejor disfrazado que tú!

- ¡Y al cuñado de la portera!

- ¡Y al padre de los gemelos de ahí enfrente!

-Y al tío de Ernestina, la de las trenzas!

- ¿Vestidos todos de Papá Noel? -preguntó Marcovaldo, y el desencanto en su voz no era sólo por la fallida sorpresa familiar, sino porque sentía afectado en cierto modo el prestigio de su empresa.

- Claro, lo mismito que tú, ¡uf! -respondieron los niños-, de Papá Noel, como de costumbre, con la barba postiza -y dándole la espalda volvieron a sus juegos.

Lo sucedido era que a las oficinas de Relaciones Públicas de muchas empresas se les ocurrió contemporáneamente la misma idea; y habían reclutado a una enorme porción de gente, por lo común parados, jubilados, vendedores ambulantes, para vestirlos con el capote rojo y la barba de algodón. Los niños, después de divertirse las primeras veces al reconocer bajo aquel disfraz a conocidos y gente del barrio, al rato ya se habían acostumbrado y no les hacían el menor caso.

Diríase que el juego a que ahora se dedicaban les apasionara sobremanera. Se habían reunido en un descansillo, sentados en corro - ¿Se puede saber lo que estáis tramando? -preguntó Marcovaldo.

- Déjanos en paz, papá, tenemos que preparar los regalos.

- ¿Regalos para quien?

- Para un niño pobre. Tenemos que buscar un niño pobre y hacerle regalos.

- ¿Pero quien os te ha dicho?

- Viene en el libro de lectura.

Marcovaldo estaba a punto de decir: «¡Vosotros sois los niños pobres!», pero durante aquella semana a tal punto se había persuadido de hallarse en tierra de Jauja, donde todos compraban y se daban buena vida y se hacían regalos mutuamente, que no le parecía de buena crianza hablar de pobreza, y prefirió declarar: - ¡Niños pobres ya no quedan!

Se levantó Michelino y preguntó: «¿Y por eso, papá, no nos traes regalos?»

A Marcovaldo se le encogía el corazón. -Ahora me he de ganar los extraordinarios -enjareto-, luego os los traeré.

- ¿Los ganas, cómo? -preguntó Filippetto.

- Llevando regalos -responde Marcovaldo.

- ¿Para nosotros?

- No, para otros.

- ¿Por que no a nosotros? Acabarías antes...