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Saturne se arrinconó en el ángulo del compartimiento. Tenía la boca un poco torcida y su frente se crispaba. Logró sonreír y cerró los ojos más fuerte.
- No sirve para nada -dijo Jacques-. No quiere hablar.
- ¡Qué cerdo! -dijo Brice.
- Es un tipo mal educado -dijo Raymond-. Cuando se encuentran seis personas en un compartimento de ferrocarril, se habla.
- 0 se hace algo divertido -dijo Garamuche.
- ¡Cierre el pico, usted! -dijo Brice-. Ya sabemos qué quiere.
- Podría probar con sus pinzas -observó Corinne en ese momento.
Levantó su linda cara y sus párpados aletearon como élitros de mariposa.
- En el hueco de las manos encontrará elementos interesantes para atacar.
- ¿Detenemos el soplete? -dijo Brice.
- Pero no, sigan los dos -dijo Corinne-, ¿qué los urge? Jonostrov está lejos.
- Va a terminar por hablar -dijo Jacques.
- ¡Vaya! -dijo Garamuche-. Realmente, es un patán.
En la cara oval de Saturne Lamiel se dibujó una sonrisa fugitiva. Brice volvió a agarrar el soplete y atacó el otro pie hasta la mitad de la planta, mientras Raymond hurgaba en la valija.
La llama azul del soplete logró atravesar el pie de Saturne en el momento preciso en que Raymond encontraba el nervio. Jacques lo alentaba.
- Prueben bajo la rodilla, después -sugirió Corinne.
Extendieron el cuerpo de Saturne sobre una de las dos banquetas para trabajar más cómodamente.
La cara de Saturne estaba totalmente blanca y sus ojos ya no se movían bajo sus párpados. Había una violenta corriente de aire en el compartimiento, ya que el olor a carne quemada había aumentado hasta volverse insoportable, y a Corinne eso no le gustaba.
Brice apagó el soplete. De los pies de Saturne corría un humo negro sobre la banqueta manchada.
- ¿Si nos detuviéramos un minuto? -dijo Jacques.
Se secó la cara con el revés de la mano. Raymond se llevó la mano a la boca. Sentía ganas de cantar.
La mano derecha de Saturne se parecía a un higo estallado. De ella pendían trozos de carne y tendones.
- Es duro -dijo Raymond.
Y se sobresaltó al ver que la mano de Saturne caía por sí misma sobre la banqueta.
No podían sentarse los cinco en la otra banqueta, pero Raymond salió al corredor después de haber tomado una hoja de papel de lija y una lima de la valija amarilla para desentumecerse las piernas [1]. Así, de la ventanilla a la puerta, se reconocía a Corinne, Garamuche, Jacques y Brice.
- ¡Qué grosero! -dijo Jacques.
- No quiere hablar -dijo Garamuche.
- ¡Eso lo veremos! -dijo Brice.
- Voy a proponerles otra cosa -dijo Corinne.
II
El tren seguía andando en la estepa nevada y cruzaba filas de mendigos que volvían del mercado subterráneo de Goldzine.
Era bien de día ahora, y Corinne miraba el paísaje, que se dio cuenta y se ocultó modestamente en una conejera.
A Saturne Lamiel no le quedaba más que un pie y un brazo y medio, pero, como se había dormido, no se podía esperar razonablemente que hablara.
Pasaron Goldzine. Pronto Jonostrov, en seis verstas.
Brice, Jacques y Raymond estaban agotados, pero su moral aún pendía de tres hilos verdes, uno para cada uno.
El timbre teologal sonó en el corredor y Saturne se sobresaltó. Brice soltó su aguja y Jacques estuvo a punto de quemarse con el alambre eléctrico que sostenía. Raymond siguió buscando aplicadamente el sitio exacto del hígado, pero el tirador de Brice carecía de precisión.
Saturne abrió los párpados. Se sentó a duras penas, ya que la ausencia de su nalga izquierda parecía desequilibrarlo, y se subió la manta escocesa sobre su pierna hecha jirones. Los zapatos de los otros chapoteaban sobre el piso, y había sangre en todos los rincones.
Entonces, Saturne sacudió su pelo rubio y les dirigió una buena sonrisa.
- No soy charlatán, ¿eh? -dijo.
Justo en ese momento, el tren entraba en la estación de Jonostrov. Allí bajaban todos.
[1] Desentumecerse en francés es dérouiller, que también significa pulir, quitar el óxido. (N. del T.)
[Las hormigas, traducción de Víctor Goldstein para Ediciones Librerías Fausto]