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Esta vez hubo un verdadero silencio de muerte, sobre todo porque el tren rodaba, en ese momento, sobre la porción de vía de caucho que acaban de construir entre Considermetrov y Smogogolets.

Eso despertó a Saturne Lamiel. Sus lindos ojos almendra se abrieron de un solo golpe y se subió la manta escocesa que se deslizaba sobre sus rodillas. Y luego volvió a cerrar los ojos y pareció dormirse.

Raymond se puso escarlata, en un gran ruido de frenos, y no insistió. Garamuche farfulló algo en su rincón y buscó su lápiz labial, que hizo salir y entrar rápidamente dos o tres veces a hurtadillas, para que Raymond comprendiera. Él se puso más rojo todavía.

Brice y Jacques se habían inclinado sobre la valijita, y Corinne miraba a Garamuche con asco.

- Los pies -dijo Jacques-. Sáquele los zapatos -sugirió a Raymond.

Éste, feliz de hacer algo útil, se arrodilló junto a Saturne Lamiel y trató de deshacer los cordones que silbaron y se retorcieron en todos los sentidos al ver que se acercaba. Al no lograrlo, los escupió como un gato enfurecido.

- Vamos -dijo Brice-. Usted nos demora.

- Hago lo mejor que puedo -dijo Raymond-. Pero no es posible deshacerlos.

- Tome -dijo Brice.

Tendió a Raymond una pincita afilada muy brillante. Raymond cortó el cuero de los zapatos alrededor de los cordones para evitar estropear a estos últimos, los que se enrolló alrededor de sus dedos después de haber terminado la operación.

- Está bien -dijo Brice-. Sólo falta sacarle los zapatos.

Jacques se encargó de eso. Saturne Lamiel seguía durmiendo. Jacques los puso en la red.

- ¿Si le dejaran los calcetines? -propuso Corinne-. Conservan el calor y ensucian la herida. Después, puede infectarse.

- Es una buena idea -dijo Jacques.

- ¡Fenómeno! -dijo Brice.

Raymond se había sentado al lado de Saturne y jugaba con los cordones.

Brice tomó de la valija amarilla un lindo soplete en miniatura y una botellita, y virtió nafta en el hueco. Jacques encendió un fósforo e inflamó la nafta. Se elevó una linda llama amarilla, azul y humosa, que quemó las pestañas de Brice, quien se puso a blasfemar.

Saturne Lamiel abrió los ojos en ese momento, pero volvió a cerrarlos enseguida. Sus bellas manos largas y cuidadas descansaban sobre la manta escocesa, entrecruzadas de una manera tan complicada que a Raymond le dolía la cabeza desde hacía cinco minutos que trataba de comprender.

Corinne abrió su cartera y sacó su peine. Se peinó delante del vidrio, porque el fondo negro de la noche le permitía verse en él. Afuera, el viento silbaba muy fuerte, y los lobos galopaban para recalentarse. El tren pasó a un viajero que pedaleaba sobre la arena con la última energía. Briskipotolsk no estaba lejos. La estepa seguía así hasta Cornoputshik, a dos verstas y media de Brantchotcharnovnia. En general, nadie podía pronunciar los nombres de esas ciudades, y se había tomado la costumbre de reemplazarlos por Urville, Macon, Le. Puy y Santa Cosa.

El soplete se puso a funcionar con un chasquido brutal y Brice reguló la válvula para obtener una llama corta y azul. Se lo pasó a Raymond y apoyó la valija amarilla en el suelo.

- ¿Hacemos una última tentativa? -propuso Raymond.

- Sí -dijo Jacques.

Se inclinó sobre Saturne.

- ¿Va hasta Jonostrov?

Saturne abrió un ojo y lo volvió a cerrar.

- ¡Qué puerco! -dijo Brice, rabioso.

Se arrodilló a su vez delante de Saturne y levantó uno de sus pies, sin precisar cuál.

- Si le quema las uñas primero -explicó Corinne-, hace más daño, y es más lento en cicatrizar.

- Páseme el soplete -dijo Brice a Raymond.

Raymond se lo alcanzó y Brice paseó la llama sobre la puerta del compartimiento para ver si calentaba. El barniz empezó a fundirse y despidió mal olor.

Los calcetines de Saturne olían peor aún al quemarse a su vez, por lo cual Garamuche reconoció que eran de pura lana. Corinne no miraba, había tomado un libro. Raymond y Jacques esperaban. Del pie de Saturne salía humo, y un fuerte chisporroteo y un olor a cuerno quemado, y unas gotas negras cayeron sobre el piso. El pie de Saturne se contraía en la mano sudorosa de Brice, a quien le costaba trabajo retenerlo. Corinne dejó su libro y bajó un poco el vidrio para aventar el olor.

- Deténgase -dijo Jacques-. Vamos a probar una vez más.

- ¿Juega a las cartas? -propuso Raymond con afabilidad volviéndose hacia Saturne.