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Ahora el tren iba rápido, pero eso no le impedía hacer la misma reflexión cada medio segundo con sus ruedas. Afuera, la noche era sucia, y la arena de la estepa reflejaba algunas estrellas. De tiempo en tiempo, un árbol azotaba, con sus hojas avanzadas, el gran espejo frío.
- ¿Cuándo llegamos? -dijo Garamuche.
- No antes de mañana por la mañana -dijo Raymond,
- Tenemos tiempo de aburrirnos -dijo Brice.
- Si la gente sólo quisiera responder -dijo Jacques.
- ¿Usted dice eso por mí? -dijo Corinne.
- ¡Pero no! -dijo Raymond-. ¡Con él estamos enojados!
Se callaron súbitamente. El dedo tendido de Raymond designaba a Saturne Lamiel. Éste no se movió, pero los otros cuatro se sobresaltaron.
- Tiene razón -dijo Brice-. Nada de pretextos. Tiene que hablar.
- ¿Usted también va a Jonostrov? -dijo Jacques.
- ¿Le gusta este viaje? -dijo Garamuche, quien ocupó el espacio vacío entre ella y Saturne, dejando a Brice solo al lado de la ventanilla. Su gesto descubrió la parte alta de sus medias y los clips rosados de sus cosas niqueladas. Un poco de la piel de los muslos, también, curtida y lisa a pedir de boca.
- ¿Juega a las cartas? -dijo Raymond.
- ¿Oyó hablar de la Inquisición? -dijo Corinne.
Saturne Lamiel no se movió y arregló sus pies en la manta escocesa verde y azul que tenía sobre las rodillas. Su cara era muy joven, y su pelo rubio, cuidadosamente partido por una raya al medio, caía en olas iguales sobre sus sienes.
- ¡Vaya! -dijo Brice-. ¡Nos provoca!
Estas palabras no tuvieron eco, cosa natural si se considera que las paredes de un compartimiento de ferrocarril se comportan, dada su constitución, como materiales insonoros; y, por otra parte, es menester recordar que entra en juego cierta longitud de diecisiete metros.
El silencio era molesto.
- ¿Si jugáramos a las cartas? -dijo entonces Raymond.
- ¡Oh! ¡Usted! ¡Con sus cartas! -dijo Garamuche.
Visiblemente tenía ganas de que le hicieran cosas.
- ¡Déjenos en paz! -dijo Jacques.
- En la Inquisición -dijo Corinne-, les quemaban los pies para hacerlos hablar. Con hierros al rojo o cualquier cosa. También les arrancaban las uñas o les reventaban los ojos. Y...
- Está bien -dijo Brice-. ¡Ya tenemos con qué ocuparnos!
Se levantaron todos juntos, salvo Saturne Lamiel. El tren pasó bajo un túnel dejando oír un gran aullido ronco y un ruido de piedras golpeadas.
Cuando salió del túnel, Corinne y Garamuche estaban al lado de la ventanilla, una frente a otra. Al lado de Saturne Lamiel estaba sentado Raymond. Entre él y Corinne había una espacio vacío. Frente a Saturne estaban Jacques, Brice y un espacio vacío, luego Garamuche.
Sobre las rodillas de Brice se podía ver una valijita de cuero amarillo nuevita, con anillos niquelados para sostener la empuñadura y las iniciales de algún otro, que también se llamaba Brice, pero cuyo apellido llevaba dos P.
- ¿Va a Jonostrov? -dijo Jacques.
Se dirigía directamente a Saturne Lamiel. Este último tenía los ojos cerrados y respiraba suavemente para no despertarse.
Raymond volvió a colocar sus anteojos en su lugar. Era un hombre grande y fuerte, con anteojos gruesos y peinado con raya, el pelo un poco desordenado.
- ¿Qué hacemos? -dijo.
- Los dedos del pie -dijo Brice.
Abrió su valijita de cuero amarillo.
- Hay que sacarle los zapatos -sugirió Corinne.
- Preferiría que le aplicaran el método de los chinos -dijo Garamuche.
Se calló y se ruborizó porque todos la miraban con rabia.
- ¡No vuelva a empezar! -dijo Jacques.
- ¡Requetediablos! ¡Qué puerca! -dijo Brice.
- Exagera usted -dijo Corinne.
- ¿Qué es el método de los chinos? -preguntó Raymond.