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[A g u a r d a r]

Lina Presotto, mi hermosa y diligente criada que hace pocos días dejó mi servicio para debutar en variedades, hablando conmigo o con mi mujer o mis hijos, usaba el verbo esperar, [5] pero por teléfono usaba el verbo aguardar. Conviene decir antes de seguir adelante que Lina Presotto no es la única persona que piensa que aguardar es más elegante que esperar, o la única que divide el idioma en dos categorías distintas: una para usar en familia y la otra con los extraños y, en general, con gente de poca consideración. La misma distinción se suele establecer entre giungere y arrivare, [6] siendo el primero considerado como forma popular y el segundo como forma aristocrática de llegar. E igualmente entre mandar y enviar, [7] entre comprar y adquirir, [8] etc. Lo mismo ocurre con los pronombres, y hay personas que dicen «ella», y que encontrarían sumamente ordinario no usar, cuando escriben, «la señora», refiriéndose a una mujer. [9] Esta extraña teoría de la elegancia es practicada no solamente por Lina Presotto, recién pasada de la condición de criada a la de artista de variedades, sino por todas las colegas de Lina Presotto y, más aún, por los guionistas cinematográficos, por muchos comediógrafos, por casi todos los traductores de obras extranjeras y, asimismo, por los traductores de diálogos cinematográficos. Asistiendo a la proyección de las películas engendradas en Cinecittà, en Tirrenia y en los otros centros de nuestra industria cinematográfica, se tiene la impresión de entrar en un mundo irreal, en el que el celuloide no entra solamente en la composición química de la película, sino también en la sustancia física y moral de los personajes y en la formación del ambiente; y esta impresión no se debe, solamente a que en ese extraño mundo del celuloide todos los aparatos telefónicos son de una blancura inmaculada, todos los apartamentos de un fabuloso pompeyano decimonónico, a que los personajes, como por arte de magia, están liberados de toda preocupación, de todo problema de la vida, y viven, igualmente, sumidos en una dulce estupidez supina, sino también al lenguaje extrañamente decantado que usan esos personajes, los cuales no esperan, sino que aguardan, no mandan, sino que envían, no compran, sino que adquieren, y para los cuales la mujer no es nunca «ella», sino «la señora». Tú, lector, cuando tu mujer está a punto de sentarse a la mesa con el plato de tallarines, no dices sin duda a tus hijos: «Aguardad, que la señora está al llegar». Y por esto, cuando oyes ese elegante modo de hablar en el cine o en el teatro, no reconoces en él tu propio idioma, no quedas convencido por lo que oyes, pero, así y todo, seamos francos, en lugar de echar la culpa a la estupidez y a la vulgaridad del autor, te dejas corroer por la duda de que quizá la culpa sea tuya, de que, para ser «distinguido», quizá sea preciso hablar de ese modo «tan fuera de lo común». Un día, oyendo a un violinista estudiar la obra que pocos días más tarde tenía que tocar en un concierto, le pregunté si en el concierto iba a tocar «con el mismo violín»; pero es que entonces yo tenía seis años. ¡Así es como comienza el círculo vicioso. Ahora bien, esa extraña teoría de la elegancia no se limita a Lina Presotto, a los guionistas cinematográficos, a los traductores de comedias húngaras, sino que sube a capas sociales ilustres, crea la lengua preciosista de D'Annunzio y de los dannunzianos, inspira a los que escriben «selecto», a los que escriben «suntuoso», a los que escriben «áulico», [10] a los que, en nuestra literatura, son y, sobre todo, eran tan numerosos. En la palabra ANGELUS veremos las extrañas metonimias, las absurdas deformaciones sustantivas y de formas verbales que utiliza Alejandro Manzoni para decir que la oración a María se anuncia desde los campanarios en tres horas distintas del día. Y si Manzoni es nuestro autor familiar por excelencia, el introductor del lenguaje familiar en nuestra literatura, ¿qué diremos de los otros? Già i valletti gentili udir lo squillo / del vicino metal, [11] dice Parini, queriendo decir que el joven señor del Giorno toca la campanilla para llamar a los criados. Y la belleza de la Ginestra a mi me la echa a perder ese verso en que el Vesubio recibe el nombre de sterminator Vesevo. La palabra deja de corresponder a la idea, surgen imágenes irreales y confusas y llega un momento en el que habría que compilar un vocabulario especial para cada autor, como se ha hecho en el caso de Gabriele D'Annunzio. Es conocida la observación de Leopardi sobre el idioma francés, al que llama lengua «de la mediocridad», si bien esta observación no se toma como censura, sino como elogio. Lengua de la mediocridad significa lengua de la vida que, en su misma vastedad, es mediocre. Yo espero que también nuestra lengua llegue a ser la lengua «de la mediocridad», y esto, por lo demás, y por fortuna, es precisamente lo que está ocurriendo, porque el objetivo de la lengua no es expresar de manera áulica o esteticista unas pocas ideas, limitadas, obligadas y ambiguas, cuando no pura y simplemente falsas, sino convertirse en instrumento preciso, dúctil, «evanescente» sobre todo, de aquello que una mente profunda, sutil y observadora puede pensar, dando forma así a una literatura vasta, viva, completa. En la tercera edición de Orlando Furioso, Ariosto cambia todos los aguardar por esperar. Queda por ver si es mejor seguir el ejemplo de nuestro Lodovico o el de Lina Presotto, mi criada diligente y hermosa, que acaba de pasar a las glorias de las variedades.

[A m a z o n a]

El pasado tiene una suerte difícil. No basta morir para ganarse el derecho al respeto, como tratan de hacer creer los anuncios mortuorios y las lápidas de los cementerios. El pasado también está sujeto a la variabilidad de los humores. La inestabilidad de las cosas terrenas continúa actuando incluso en la zona de lo definitivo y lo fijo. A Dante, a quien nosotros saludamos como poeta supremo, el siglo XVIII lo calificaba de bárbaro aburrido. Antes de llegar a ser venerable, el pasado tiene que pasar por condiciones menos privilegiadas, una de las cuales consiste precisamente en ser tomado a broma por los hombres del presente. Este pasado ridiculizado es el pasado cercano. En el hombre es instintivo reírse de lo que le ha precedido de manera inmediata, y en esto el hombre manifiesta el desprecio que siente por la parte más pobremente humana de sí mismo, representada para él en el pasado cercano; el hombre repudia así lo que él mismo no querría ser, ni cree ser, pero que, en el fondo, siente, a pesar de todo, el recelo y el temor de ser o, por lo menos, de llegar a ser. El hombre cree continuamente haber superado el propio pasado cercano, y el júbilo que esto le produce es tal que llega a vencer incluso el respeto que el hijo debe a sus padres. ¿Quién puede asegurar, sin embargo, que esta superación no es una ilusión? Nadie, y la incertidumbre persiste, pero esta incertidumbre, lejos de extinguir la risa, más bien la estimula, y esto es porque, en el fondo, nosotros sentimos que, riendo de nuestro pasado cercano, nos reímos también de nosotros mismos, que la risa que suscita en nosotros el ridículo, lo frágil, lo mísero de nuestro pasado cercano, no es ni pura ni auténtica, sino que está veteada de malignidad y de una cierta complacencia masoquista. Lo repito: la venerabilidad del pasado es cuestión de tiempo. Ya nadie se ríe de una estatua de Papiniano pero sí, en cambio, de la fotografía de un ministro de comercio que, con chistera y levita, inaugura en la primavera de 1902 una exposición zootécnica. En torno al «ridículo» ochocientos se había creado toda una industria de la burla que, durante unos cuantos años, ha llenado números únicos y semanarios, revistas de variedades y películas; y si hoy su actividad tiende a desaparecer un poco, es porque en el mundo todo acaba cansando, hasta la presentación, con fines humorísticos, de una señora con mangas ajustadas y plumas en el sombrero, y de un caballero con bigotes corniveletos y cuello de capitán de policía. Incluso la proyección de películas antiguas responde en parte a esta loca necesidad de reír de nuestro pasado cercano.. ¿Creeremos acaso lo que dicen los místicos del cine, que las películas de 1916 se contemplan con el mismo afecto arqueológico con que Miguel Ángel, ciego, palpaba el torso del Belvedere? Cuando, en las exhumaciones de películas antiguas, vemos aparecer a Leda Gys toda temblorosa y doliente de amor en la pantalla, las risotadas en el patio de butacas retumban sin piedad. La pregunta espontánea que se hacen los ingenuos ante estos «documentos» del pasado es: «¿Cómo hacían las mujeres de entonces para emperifollarse así?». Pero esta misma pregunta se la hacían espontáneamente también las mujeres de 1925, que se creían recién salidas de un pasado oscuro y ridículo y llegadas a un presente luminoso, lleno de desenvoltura y buen gusto; pero, bajo sus sombreros de campana y sus túnicas con la cintura en las rodillas, las mujeres de 1925 suscitan a su vez el estupor y las risas de la amazona de falda cortísima, cabellera a lo Juana de Arco y bolso de ciclista colgando de los hombros, que es la mujer corriente, hecha en serie, de nuestros días. Nadie intenta siquiera poner en duda que, por causa de la evolución de las costumbres y los cambios de la moda, la mujer ha dejado la condición oriental e indolente de la sultana, lanzándose animosamente al perfecto amazonismo. Pero hay un detalle que empaña un poco la nitidez de esta imagen y nos deja perplejos, y es el calzado. Aquel tacón altísimo y curvo como popa de nave, que Alfredo Panzini, en su Dizionario moderno, llama tacón luì kinz, dificultaba el paso rápido y seguro, tan necesario para el que quiere conquistar la vida, pero ¿facilita acaso el zapato «ortopedico» este paso de conquistador? Piense la amazona de hoy, insegura al tiempo que retadora, sobre sus zancos, que dentro de veinte años, y posiblemente menos, otras mujeres se reirán también de ella.

 

[5] Esperar, aspettare; aguardar, attendere.
[6] Es imposible hallar dos verbos que respondan en castellano a estos dos italianos, por lo que hay que dejarlos como en el original. Ambos significan llegar.
[7] Mandare e inviare.
[8] Comperare y acquistare.
[9] En el texto, respectivamente, Essa y Ella. Essa, más corriente que Ella, cuyo caso oblicuo, Lei, equivale ahora a usted en italiano. La equivalencia castellana más apropiada me ha parecido ser, respectivamente, «ella» y «la señora», aunque no sea del todo satisfactoria.
[10] Éstas son palabras que, aunque casi idénticas en ambos idiomas, tienen en italiano un matiz más afectado.
[11] Ya los atentos lacayos oyeron el tañido / del vecino metal.