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Trenes rigurosamente vigilados
Bohumil Hrabal


Este año, el año cuarenta y cinco, los alemanes ya no dominaban el espacio aéreo de nuestra
ciudad. Y menos aún el de toda la región, el del país. Los ataques de la aviación habían desbaratado las comunicaciones de tal manera que los trenes de la mañana pasaban a mediodía, los de mediodía por la tarde y los de por la tarde por la noche, así que a veces sucedía que el tren de la tarde llegaba sin un minuto de diferencia con lo que marcaba el horario, pero eso se debía a que era el tren de pasajeros de la mañana que llevaba cuatro horas de retraso.

Anteayer un caza enemigo ametralló encima de nuestra ciudad a un caza alemán hasta quitarle un ala. Y el fuselaje se incendió y cayó en algún lugar en el campo, pero el ala aquella, al soltarse del fuselaje, arrancó varios puñados de tornillos y tuercas, que cayeron sobre la plaza y les abollaron las cabezas a unas cuantas mujeres. Pero aquella ala planeaba sobre nuestra ciudad, los que podían se quedaban mirándola, hasta que el ala, con un movimiento chirriante se elevó por encima de la misma plaza, donde se juntaron los clientes de los dos restaurantes, y la sombra del ala aquella cruzaba la plaza y la gente atravesaba la plaza corriendo hacia un lado y en seguida corría hacia el lado donde había estado un momento antes, porque el ala no dejaba de moverse como un péndulo enorme, que hacía huir a los ciudadanos en dirección contraria al sitio posible de su caída y mientras tanto emitía un ruido cada vez más fuerte y un sonido silbante. Y entonces dio un giro rápido y cayó en el jardín del decano. Y a los cinco minutos los ciudadanos ya se llevaban el metal y las chapas de aquella ala, para que en seguida, al día siguiente, aparecieran como techos de jaulas de conejos o gallineros; un ciudadano cortó esa misma tarde tiras de aquella chapa y por la noche se hizo en la moto unos hermosos protectores para las piernas. Así desapareció no sólo el ala sino también toda la chapa y las piezas del fuselaje del avión del Reich, que cayó en las afueras de la ciudad, sobre los campos nevados. Yo fui en bicicleta a mirarlo, media hora después de que lo derribaran. Y ya me encontré por el camino con ciudadanos que arrastraban en sus carritos el botín que habían obtenido. Era difícil adivinar para qué les iba a servir. Pero yo seguía en la bicicleta, quería ver aquel aeroplano destrozado, yo no soportaba a la gente que siempre andaba buscando algo, ¡qué va, qué voy a andar yo recogiendo o arrancando piezas, trastos! Y por el camino de nieve pisoteada, que conducía ya a aquellas negras ruinas, venía mi padre; llevaba una especie de instrumento musical plateado y sonreía y agitaba aquellas tripas plateadas, una especie de tubitos. Sí, eran tubitos del avión, los tubitos por los que pasaba la gasolina, y hasta la tarde, en casa, no averigüé por qué estaba tan contento papá con aquel botín. Los cortó en trozos del mismo tamaño, les sacó brillo y después puso junto a aquellos sesenta tubitos relucientes su lápiz metálico al que se sacaba la mina. Mi padre sabía hacer de todo, porque desde los cuarenta y ocho años estaba jubilado. Era maquinista y había conducido locomotoras desde los veinte, así que sus años de servicio valían el doble, pero los ciudadanos se volvían locos de envidia al pensar que mi padre podía vivir aún veinte o treinta años. Y además papá se levantaba aún más temprano que los que iban a trabajar. Por toda la región recogía cualquier cosa, tornillos, herraduras, se llevaba de los depósitos públicos cualquier trasto innecesario y lo almacenaba todo en casa, en el cobertizo y en el desván; una chatarrería parecía nuestra casa. Y cuando alguien no necesitaba unos muebles viejos, todo se lo llevaba nuestro padre, así que aunque en casa no éramos más que tres, teníamos cincuenta sillas, siete mesas, nueve canapés y montones de armaritos y lavabos y jarras. Y hasta eso era poco para mi padre, salía en bicicleta a recorrer la región y aún más lejos, hurgaba en los depósitos con una barra de hierro y por la noche regresaba con el botín, porque todo podía servir algún día para algo, y servia, porque cuando alguien necesitaba algo que ya no se fabricaba, alguna pieza para el coche o la trituradora o la trilladora y no lo encontraba, venía a nuestra casa, y mi padre se ponía a pensar, iba de memoria a algún sitio del desván o del cobertizo o a los montones que había en el patio, y entonces metía la mano en alguna parte y al cabo de un rato sacaba algún trasto que de verdad servía. Por eso mi papá solía ser el jefe de las campanas de recogida de chatarra, y cuando transportaba todos aquellos trastos de hierro a la estación, siempre pasaba frente a nuestro portal y dejaba caer parte del producto de aquella campaña de recogida. Y a pesar de eso los vecinos eran incapaces de perdonarle.