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- Hablemos de ti. ¡Eres un anarquista y eso es todo!

Muy listo, en todo caso, había que verlo, y muy avanzado de ideas.

- Tú lo has dicho, chinche, ¡soy anarquista! Y prueba de ello es que he compuesto una fórmula de oración vengadora y social que voy a servirte al instante. El título es: ¡LAS ALAS DE ORO! -Y le recito:

Un Dios que cuenta los minutos y el céntimo, un Dios desesperado, sensual y gruñón como un puerco. Un puerco con alas de oro que cae en todas partes, panza arriba, deseoso de caricias. Es él, nuestro dueño. ¡Besémonos!

- Tu pequeña muestra no vale ante la vida. Yo estoy por el orden establecido y no me gusta la política. Y, además, el día en que la patria me pida que derrame mi sangre por ella, me encontrará dispuesto a dársela sin pérdida de tiempo.

Eso me contestó Arthur.

Precisamente la guerra se nos acercaba sin que nosotros nos diéramos cuenta, y yo no tenía la cabeza muy clara. La breve pero apasionada discusión me había cansado. Y, por si fuera poco, estaba algo dolido porque el camarero me había tratado de sórdido por culpa de la propina. Arthur y yo terminamos por reconciliarnos del todo. Nuestras opiniones concordaba en casi todo.

- Es verdad, en el fondo tienes razón -convine conciliante-, pero somos todos forzados de una gran galera, todos le damos al remo, ¡no puedes decirme lo contrario!... ¡Sentados sobre bayonetas y aún esforzándonos! ¿Y qué tenemos? ¡Nada! Garrotazos, calamidades, coña y putadas. ¡Trabajamos!, dicen. Y eso, su trabajo, es peor, más infecto que el resto. Estamos abajo, en la cala, con la lengua fuera, hediondos, los cojones sudados, ¡eso es todo! Arriba, sobre cubierta, al fresco, están los amos, que no se apuran con hermosas mujeres sonrosadas y bienolientes sobre sus rodillas. Nos hacen subir al puente. Entonces se encasquetan sus sombreros de copa y nos lanzan un aullido: «¡Hato de carroñas, es la guerra!», notifican. «Vamos a ir al encuentro de esos malnacidos que han invadido la patria nº 2, y les vamos a saltar los sesos. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡A bordo hay cuanto hace falta! Y ahora, ¡a coro! Gritad a pleno pulmón para que tiemblen: «¡Viva la patria nº 1» ¡Que se os oiga de lejos! ¡El que brame más fuerte recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Maldita sea! ¡Los que no quieran palmar en el mar, siempre podrán ir a palmar en tierra, en donde todavía es más fácil que aquí!»

- ¡Así es! -aprobó Arthur, dispuesto a dejarse convencer.

Pero justo en aquel momento, y por delante del café en donde estábamos, desfila un regimiento con su coronel en cabeza, montado a caballo; bien simpático y muy gallardo parecía el coronel. Yo pegué un brinco de entusiasmo.

- ¡Voy a ver si es como lo pintan! -grito a Arthur.

Y salí corriendo a alistarme.

- ¡No seas cabrón, Ferdinand! -me grita Arthur por toda respuesta, molesto sin duda por el efecto que mi heroísmo había causado sobre los que nos miraban.

Me fastidió que tomara la cosa de ese modo, pero no consiguió detenerme. Me puse al paso.
«¡Aquí estoy y aquí me quedo!», me dije.

- ¡Ya veremos, eh, infeliz! -tuve tiempo de gritarle antes de doblar la esquina con el regimiento, detrás del coronel y de la música. Ocurrió exactamente así.

Anduvimos mucho rato. No se terminaban las calles ni los civiles y sus mujeres que nos alentaban enfervorizados y lanzaban flores desde las terrazas, delante de las estaciones y de las iglesias. ¡Cuántos patriotas había! Y luego empezó a haber menos... Comenzó a llover y los patriotas disminuyeron más y más, hasta que al final ya no hubo, en todo el camino, uno solo que nos alentara.

¿Así pues, estábamos entre nosotros? ¿Unos detrás de otros? La música cesó. «En resumen, me dije entonces, cuando empecé a ver cómo marchaban las cosas, ¡esto no es divertido! ¡Hay que volver a empezar!» Iba a largarme. ¡Demasiado tarde! Habían cerrado la puerta, silenciosamente, detrás de nosotros, los civiles. Estábamos atrapados, como ratas.


[Planeta, traducción de Carmen Kurtz]