[1/2]

Viaje al fin de la noche
Louis-Ferdinand Céline


La cosa empezó así. Yo nunca dije nada. Nunca. Fue Arthur Ganate quien me hizo hablar. Arthur, un estudiante, de medicina también, un compañero. Nos encontramos en la place Clichy. Después de almorzar. Quiera hablarme. Yo le escucho.

- No nos quedemos fuera - me dice- ¡Entremos!

Entramos los dos. Así es.

- En la terraza -añade- pueden cocerse huevos. ¡Ven por aquí!

Y nos dimos cuenta de que las calles estaban desiertas, por el calor; ni coches ni nada. Cuando hace mucho frío, tampoco hay gente en las calles. El mismo Ganate, lo recuerdo, me dijo al respecto:

- Las gentes de París parecen siempre muy ocupadas, pero de hecho se pasean desde la mañana a la noche. Prueba de ello: cuando hace demasiado frío o demasiado calor para pasear, ya no se las ve; se refugian en los establecimientos a tomar café con leche o cerveza. ¡Así es! ¡Siglo de velocidad!, según dicen. ¿En dónde? ¡Grandes cambios!, según cuentan. ¿Cómo es eso? En verdad, nada ha cambiado. Continúan admirándose entre ellos, y eso es todo. Y tampoco es nuevo. Palabras, y no muchas; incluso en las palabras, poco han cambiado. Dos o tres por aquí, por allá, pequeños cambios...

Satisfechos de haber cantado tan útiles verdades, permanecimos allí, sentados, encantados, mirando a las mujeres del café.

Después, la conversación volvió al presidente Poincaré, que iba a inaugurar, precisamente aquella mañana, una exposición de perritos de raza; y de allí pasamos a hablar de Le Temps, donde había salido la noticia.

- ¡Le Temps! ¡Ése sí que es un gran periódico! -dice Arthur Ganate, para hacerme rabiar-. ¡No hay otro como él cuando se trata de defender la raza francesa!
Y yo le devolví la pelota para demostrarle que estaba bien documentado:

- ¡Y bien que lo necesita la raza francesa, puesto que no existe!

- ¡Que sí, que existe! ¡Y bien hermosa! -insistió-. Te diré incluso que es la raza más hermosa del mundo. ¡Cornudo quien lo niegue!

Entonces se puso a injuriarme. Yo me mantuve en mis trece.

- ¡No es verdad! La raza, eso que tú llamas raza, no es más que un gran revoltijo de infelices de mi estilo, legañosos, piojosos, muertos de miedo, venidos de los cuatro lados del mundo y que han llegado aquí vencidos, perseguidos por el hambre, la peste, los tumores y el frío. No podían ir más lejos a causa del mar. Eso es Francia, y ésos son los franceses.

- Bardamu -me dijo entonces, gravemente y un poco triste-, nuestros padres eran gente digna. ¡No hables mal de ellos!

- ¡Tienes razón, Arthur, en eso tienes razón! Rencorosos, dóciles, violados, robados, con las tripas fuera y siempre jodidos, ¡eran dignos! ¡Puedes asegurarlo! ¡Nosotros no hemos cambiado! Ni de calcetines ni de amos, ni de opiniones, o bien lo hacemos con tanto retraso que ya no vale la pena. Hemos nacido fieles y así morimos. Soldados sin paga, héroes para todo el mundo y grandes imitones, palabras que sufren, somos los favoritos del Rey Miseria. ¡Es él quien nos posee! Cuando no nos portamos bien, aprieta... Tenemos sus dedos alrededor del cuello, siempre; eso impide hablar, hay que tener cuidado si uno pretende alimentarse... Por nada te estrangula... No es vida.

- ¡Nos queda el amor, Bardamu!

- Arthur, el amor es el infinito puesto al alcance de los perros, ¡y yo tengo mi dignidad! -le contesto.