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El terror lo acometió cuando bajó por la Rosenthaler Strasse y, en una pequeña taberna, había un hombre y una mujer sentados muy cerca de la ventana: se echaban al coleto la cerveza de los jarros, bueno y qué, sólo bebían, tenían tenedores y se metían con ellos pedazos de carne en la boca, luego sacaban otra vez los tenedores pero no sangraban. Ay, cómo se le retorcía el cuerpo, no consigo calmarlo, ¿a dónde ir? Aquello respondió: es el castigo.

No podía volver, había venido con el tranvía hasta aquí, tan lejos, había salido de la cárcel y tenía que meterse, más adentro aún.

Eso ya lo sé, suspiró para si, que tengo que meterme aquí y que he salido de la cárcel. Tenían que soltarme, el castigo había terminado, todo tiene su orden, los burócratas cumplen su deber. Me meteré ahí, pero quisiera no hacerlo, Dios mío, no puedo hacerlo.

Anduvo la Rosenthaler Strasse, pasando por delante de los almacenes Tietz, torció a la derecha por la angosta Sophienstrasse. Pensó, esta calle es más oscura, donde está oscuro será mejor. Los presos se encuentran en régimen de aislamiento, celular o común. En régimen de aislamiento, el preso es mantenido día y noche, sin interrupción, separado de los otros. En el régimen celular se mete al preso en una celda, pero se le lleva con los otros para hacer ejercicio al aire libre, dar las clases o asistir a los servicios religiosos. Los tranvías pasaban alborotando y tocando la campanilla, las fachadas se sucedían sin pausa Y había tejados sobre las casas, que flotaban sobre las casas, los ojos se le iban hacia lo alto: con tal de que los tejados no resbalen, pero las casas se mantenían derechas. Dónde iré, pobre de mí, caminó arrastrando los pies a lo largo de las paredes, aquello no se acababa nunca. Soy completamente bobo, se puede dar una vuelta, cinco minutos, diez minutos, luego se toma un coñac y se sienta uno. Al toque de campana correspondiente, el trabajo debe comenzar sin demora. Sólo puede interrumpirse el tiempo fijado para comidas, paseos y clases. Al pasear, los presos deben mantener los brazos extendidos y bracear.

Allí había una casa, levantó la vista del pavimento, empujó una puerta y de su pecho salio un ay, ay, gruñido y triste. Cruzó los brazos, bueno, muchacho, aquí no te pelarás de frío. La puerta del patio se abrió, alguien pasó por su lado, se situó detrás. El gimió entonces, le hacía bien gemir. En su primer aislamiento carcelario había gemido siempre así, alegrándose de oir su propia voz, eso es algo, no todo se ha perdido. Lo hacían muchos en las celdas, unos al principio, otros luego, cuando se sentían solos. Empezaban por eso, todavía era algo humano, los consolaba. Allí estaba el hombre en la entrada, él no oía el horrible ruido de la calle, las casas demenciales no llegaban hasta allí. Frunciendo la boca, gruñó y se dio valor, con las manos metidas en los bolsillos. Tenía los hombros encogidos dentro del abrigo de verano amarillo, para defenderse.