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Podía confiar en el lenguaje: el lenguaje hablado berlinés; con él podía crear, y los destinos que había visto y compartido, y el mío además, me garantizaba un viaje seguro.

Si en el «Manas» indio, al principio, el héroe, el pobre héroe, se queja de su destino y se precipita en el reino de los muertos para vivir una nueva vida, aquí vi a un asesino circunstancial, a un homicida castigado, salir de la cárcel, y lo acompañé en su camino de vuelta a la ciudad. ¡Cuántas cosas se han imaginado luego como modelo o inspiración! Al parecer, yo había imitado al irlandés Joyce. Pero no necesito imitar a nadie. El lenguaje vivo que me rodea me basta, y mi pasado me suministra todo el material imaginable. El sencillo mozo de cuerda berlinés Franz Biberkopf hablaba como un berlinés, era un hombre y tenía el carácter, las virtudes y los vicios de un hombre. Apenas salido de la celda, pensó que comenzaría una nueva vida fresca, alegre y libre.

Pero fuera nada había cambiado y él mismo había seguido siendo el que era. ¿Cómo podía producirse un nuevo resultado? Evidentemente, sólo si uno de los dos resultaba destruido, Berlín o Franz Biberkopf. Y como Berlín siguió siendo el que era, al penado se le ocurrió cambiar. El tema interno es, por lo tanto, que hay que sacrificarse, ofrecerse a sí mismo en sacrificio. Y pronto aparecen en el libro, para el que sepa leer, los temas de sacrificio: el bíblico Abraham debe sacrificar a su único hijo al Dios supremo, se nos lleva al matadero del Este de la ciudad y presenciamos la muerte de las bestias.