Entre tanto, el Lenzetta esperaba al Riccetto y a Alduccio; estaba sentado en la tierra, al pie de una pared de cerco, muy elegante con su pantalón de terciopelo y su camisa norteamericana roja y negra que, según él, hacía de morir de envidia a toda la Maranella. Estaba empapado de sudor, porque había dado unas patadas a la pelota con unos muchachos que aún seguían jugando por allí abajo, en un campito entre la vía dell'Acqua Bullicante y el Pigneto. Por encima del cerco, acurrucada en el techo de lata de su vivienda, que parecía un establo para ovejas, Elina gozaba de la vista del paseo; dos aros de oro falso le colgaba de las orejas, y sujetaba con un brazo al crío más chico, que lloriqueaba. El Lenzetta ni la miraba, y él también estaba en pura contemplación de la vida, maldiciendo de cuando en cuando al Riccetto que aún no volvía. Con todo, estaba discretamente alegre. Cantaba, apoyando la nuca llena de rizos contra la pared desconchada de la que hacía caer de cuando en cuando algún fragmento de revoque y polvo, pues al cantar movía apasionadamente la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Tenía los ojos entornados y dado que cantaba en voz baja, como si se confesara o como si sólo deseara dar una mínima muestra de lo que podía hacer con su voz, a cuatro pasos de distancia sólo se le hubiera visto abrir y cerrar la boca y estirar las cuerdas del cuello hasta casi hacerlas reventar.

A cada rato se interrumpía en lo mejor de un gorjeo para gritarle algo a los que, empeñosamente y desgañitándose, seguían jugando a la pelota. Había uno que no debía tener ni trece años, que jugaba fumando; y otro que, tendido en el suelo, deshecho de cansancio, jorobaba a los que corrían.

- ¡Muertos de hambre! –gritaba el Lenzetta, sin levantar mucho la voz para no fatigarse.

- ¿Qué quieres con nosotros si ni siquiera te sostienes de pie?- contestaba el arquero, desocupado entre los palos del arco, tendiendo el cuerpo hacia delante y formando bocina ante los labios con las manos metidas en unos guantes que debía haber encontrado en el medio de la basura.

(Fragmento inicial del capítulo quinto –Las noches cálidas- de la novela Ragazzi di vita, Milán, Garzanti, 1955. Hay traducción al castellano de Atilio Dabini ; Muchachos de la calle, Buenos Aires, Fabril Editora, 1961)

Mísera y magnífica ciudad
que me ha enseñado lo que, alegres y feroces,
los hombres aprenden de niños,

las pequeñas cosas en las que se descubre
la grandeza de la vida en paz, como el andar
firmes y apresurados entre la muchedumbre

de las calles, dirigirse a otro hombre
sin temblar, no avergonzarse
de mirar el dinero contado

con dedos perezosos por el mozo
que suda delante de las fachadas, trabajando,
con su eterno color de verano;

aprender a defenderme, a ofender, a tener
el mundo delante de los ojos
y no solamente en el corazón,

a comprender que pocos conocen las pasiones
en las que yo he vivido, que no me son fraternos
y sin embargo hermanos míos son en el tener

pasiones de hombres que alegres,
inconscientes, enteros, viven
de experiencias por mí desconocidas.

(Fragmento de El llanto de la excavadora, fechado en 1956 que integra Le cenere di Gramsci: Milán, Garzanti, 1957. Hay traducción al castellano de Antonio Colinas: Las cenizas de Gramsci, Madrid, Visor, 1975)

Considero a Rossellini un gran director: Roma città aperta, Paisà, Francesco giullare di Dio son tres de las mejores películas de la cinematografía mundial. ¿Por qué con posterioridad, en sus películas, ha rodado Rossellini apenas secuencias? (aunque algunas sean verdaderamente espléndidas). Es verdad que su arte es por naturaleza fragmentario: su unidad se consigue a fuerza de análogos ímpetus estilísticos. Véase sobre todo la construcción en episodios, secuencias de la obra de arte que es Francesco. De todos modos, hasta esta película había conseguido la unidad. Después ha aparecido en su obra una suerte de descomposición, aunque con algunos restos de la brillantes del antiguo estilo.

Rossellini es el neorrealismo. En él, el redescubrimiento de la realidad –sobre todo en el caso de la Italia cotidiana, abolida por la retórica de entonces- ha sido un acto a la vez intuitivo y estrechamente ligado a la circunstancia. Él estaba allí, físicamente presente, cuando cayó la máscara de la estupidez. Ha sido uno de los primeros en vislumbrar la pobre faz de la verdadera Italia.

El trabajo expresivo de este director ha estado, pues, condicionado por el momento de crónica con el que ha empezado verdaderamente a trabajar: en esta operación ha volcado el ímpetu de un alma rica, un talento casi mágico.

Pero, riqueza sensual y sentimental, intuición, magia, ¿bastan para construir una obra? No, ciertamente no bastan. Y he ahí el segundo condicionante de Rossellini: la fuerza intelectual de la que era deudora toda la cultura italiana en los primeros años de posguerra.

Al Rossellini instintivo y mágico le faltaba una estructura de fondo sólidamente cultural: su alma individualista no la poseía. Ha procedido a colmar esta laguna una especie de 'alma universal' que al mismo tiempo llenaba nuestras almas. Rossellini ha estado así, lleno además de la fe, también de la 'cultura' de nuestro excepcional momento histórico. Ha sido verdaderamente lo que podría denominarse un 'demiurgo'.

Habiéndose quebrado lentamente el ímpetu de la fe, habiéndose marchitado lentamente la esperanza, habiéndose enmarañado la cultura con los coletazos de la cultura precedente, que no había sido crítica ni racionalmente superada, también el espíritu de Rossellini, tremendamente mimético, se ha vaciado. Han permanecido, sin embargo, algunas excepcionales cantidades de sensualidad, de talento, de magia. Pero ¿para qué han servido? Para nada.

Ahora bien, el hecho de que Rossellini haya logrado construir un hermoso filme, digno de estar al lado de sus memorables obras de arte, es un índice reconfortante.

(Fragmento de la crítica de Il Generale della Rovere (Roberto Rossellini, 1959) publicada en Il Reporter, el 5 de enero de 1960. Está incluida en I film degli altri, Ugo Guanda Editore, 1996. Hay traducción al castellano de Carmen Gallego Cruz: Las películas de los otros, Barcelona, Prensa Ibérica, 1999)