Los hijos que nos rodean, en especial los más jóvenes, los adolescentes, son casi todos unos monstruos. Su aspecto físico casi es terrorífico, y cuando no es aterrador resulta lastimosamente infeliz. Melenas horribles, peinados caricaturescos, semblantes pálidos y ojos apagados. Son máscaras de algún rito iniciático bárbaro, miserablemente bárbaro. O bien máscaras de una integración diligente e inconsciente, que no suscita la menor piedad.
Tras haber alzado contra los padres barreras tendientes a encerrarlos en un gueto, han acabado encontrándose ellos mismos en el gueto contrario. En los casos mejores se mantienen agarrados a los alambres de espino de ese gueto, mirando hacia nosotros, que todavía somos hombres, como mendigos desesperados, que piden algo sólo con la mirada porque carecen del valor y acaso de la capacidad de hablar. En los casos que no son ni los mejores ni los peores (hay millones) carecen de expresión: son la ambigüedad hecha carne. Su mirada huye; sus pensamientos están perpetuamente en otra parte; tienen demasiado respeto o demasiado desprecio a la vez, demasiada paciencia o demasiada impaciencia. En comparación con sus coetáneos de hace diez o veinte años han aprendido algo más, pero no lo bastante. La integración ya no es un problema moral y la revuelta ha sido codificada. En los casos peores son auténticos criminales. ¿Cuántos de éstos hay? En realidad casi todos podrían serlo. No se encuentra por la calle un grupo de muchachos que no pueda ser un grupo de criminales. No hay el menor destello en sus ojos; sus facciones imitan las facciones de los autómatas sin que les caracterice desde dentro nada personal. El estereotipo hace que no sean de fiar. Su silencio puede preludiar una temerosa petición de ayuda (¿qué ayuda?) o un navajazo. Ya han perdido el dominio de sus actos y se diría que hasta el de sus músculos. No saben bien qué distancia media entre causa y efecto. Han retrocedido -bajo el aspecto externo de una mayor educación escolar y de mejores condiciones de vida- a una barbarie primitiva. Aunque por una parte hablan mejor -es decir, han asimilado el degradante italiano medio- por otra son casi afásicos: hablan viejos dialectos incomprensibles, o incluso callan, soltando de vez en cuando aullidos guturales e interjecciones de carácter siempre obsceno. No saben sonreír ni reír. Sólo saben soltar risotadas y pullas. En esta masa enorme (típica sobre todo ¡una vez más! del inerme Centro-Sur) hay élites nobles, a las que naturalmente pertenecen los hijos de mis lectores. Pero estos lectores míos no pretenderán sostener que sus hijos son muchachos felices (desinhibidos e independientes, como creen y repiten ciertos periodistas imbéciles, que se comportan como comisionados fascistas en un campo de concentración).
(Fragmento de Los jóvenes infelices, fechado por el propio autor en los "primeros días de 1975". Fue publicado póstumamente en Lettere Luterane. Hay traducción castellana en Cartas luteranas, Madrid, Trotta, 1997, traducido por Joseph Torrell, Antonio Giménez Merino y Juan Ramón Capella)
Es trágico que no comprenda -de forma tan institucionalizada y brutalmente conformista- que una relación homosexual no es el Mal o mejor dicho que en una relación homosexual no hay nada de malo. Es una relación sexual como cualquier otra.
¿Dónde está, no digo ya la tolerancia, sino la inteligencia y la cultura si no se comprende esto? Esto no deja ni marcas indelebles ni manchas que le hagan a uno intocable, ni deformaciones racistas. Deja a un hombre exactamente igual a como era. Como máximo le ha ayudado a expresar totalmente su "natural" potencialidad sexual, porque no hay ningún hombre que no sea "también" homosexual: y esto, y nada más, es lo que demuestra la homosexualidad en las cárceles.
Se trata, en resumidas cuentas, de una de las muchas formas de liberación cuyo análisis y cuya aceptación crea generalmente el orgullo de un intelectual moderno. Quien haya expresado -aunque sólo haya sido en situación de emergencia- su propia homosexualidad (ayudado por un valor más popular que burgués, y de ahí la connotación clásica del odio contra la homosexualidad) ya no será, al menos en este campo, racista ni perseguidor. En su experiencia humana habrá un elemento de "real" tolerancia que antes no tenía. Y, en el mejor de los casos, habrá enriquecido su propio conocimiento de las personas de su mismo sexo, cuya relación con las mismas no puede dejar de ser, fatal y naturalmente, más que de carácter homoerótico, tanto en el odio como en la confraternidad.
(Fragmento de La cárcel y la fraternidad del amor homosexual, aparecido en Il Mondo el 11 de abril de 1974, inspirado por un artículo aparecido en otro diario cuyo tema era "el sexo en las cárceles italianas". Está reproducido íntegramente en Scritti corsari, Milán, Garzanti, 1975. Hay traducción castellana de Mina Pedrós: Escritos corsarios, Barcelona, Planeta, 1983)
La sociedad preconsumista necesitaba hombres fuertes y por tanto castos. La sociedad consumista necesita en cambio hombres débiles, y por tanto lujuriosos. El mito de la mujer encerrada y aislada (cuya obligación de ser casta implicaba la castidad del hombre) ha sido sustituido por el mito de la mujer abierta y accesible, siempre disponible. El triunfo de la amistad entre varones y de la erección ha sido sustituido por el triunfo de la pareja y de la impotencia. Los varones jóvenes están traumatizados por la obligación que les impone la permisividad: o sea, la obligación de hacer el amor continua y libremente. Al mismo tiempo están traumatizados porque su "cetro" decepciona a las mujeres, que antes no lo conocían y lo mitificaban aceptándolo servilmente. Por otro lado, la educación o iniciación a la convivencia, que antes se daba en un ámbito platónicamente homosexual, es ahora heterosexual desde la primerísima pubertad, a través de acoplamientos precoces. Pero la mujer aún no está en situación -dada la herencia milenaria- de hacer una aportación pedagógica libre: tiende todavía a la codificación, que hoy sólo puede ser una codificación más conformista que nunca en el sentido querido por el poder burgués: una codificación que ocupe el lugar de las reglas populares a las que obedecía la antigua autoeducación entre hombres o entre mujeres (cuyo más elevado arquetipo sigue siendo la democracia ateniense). El consumismo, pues, ha humillado definitivamente a la mujer al convertirla en un mito terrorista. Los jóvenes varones que van por la calle casi religiosamente, con una mano de aire protector sobre el hombro de la mujer o tomándola románticamente de la mano, hacen reír o te encogen el corazón. Nada hay más insincero que una relación parecida a la que realiza en concreto la pareja consumista.
(Del texto Argumento para un film sobre un policía, publicado el 7 de agosto de 1975 en Il Mondo y recogido en Lettere Luterane. Hay traducción castellana en Cartas luteranas, Madrid, Trotta, 1997, traducido por Joseph Torrell, Antonio Giménez Merino y Juan Ramón Capella)