Luego se apagaron las luces, y dio comienzo lo que habría debido ser la película más bella que jamás viera Desiderio. Ante Gilda, un sentimiento espléndidamente común invadió a todos los espectadores. La música de Amado mío producía efectos devastadores. A tal punto, que los gritos obscenos que se cruzaban por el patio de butacas, los: "¡Ojo, que se te saltan los botones!", los "¿Cuántas te vas a hacer esta noche?", parecían fundirse en un ritmo en el que el tiempo parecía finalmente aplacarse, aceptar una prórroga sin final feliz. Incluso cuando Iasis, al abrazarlo Desiderio, reclinó la cabeza sobre su hombro, y en aquella atmósfera de orgía consumada más allá del tiempo, antes de la muerte, el pecho de Desiderio pareció, por fin, liberarse, fue una conmoción elevada a un nivel en el que las lágrimas se congelaban. Rita Hayworth, con su cuerpo inmenso, con su sonrisa y su seno de hermana y de prostituta -equívoca y angelical- estúpida y misteriosa -con aquella mirada suya de miope, fría y tierna hasta la languidez-, cantaba desde lo profundo de su América Latina de posguerra, de novela-río, con una inexpresividad divinamente acariciadora. Pero la letra de Amado mío la evocaba, con su belleza de campesina, como en un estado de agotamiento o de post amorem, agazapada junto a su inefable muchacho... Vistos desde una avenida de Montevideo o del Plata, ¿qué otra cosa habían pasado a ser para Desiderio aquel cine de Caorle y aquel chico sentado a su lado, sino las figuras de su trágica resignación?.

(Fragmento de Amado mio, una de las dos nouvelles incluidas en Amado mio preceduto de Atti impuri, Milán, Garzanti Editore, 1984. Fue escrita por Pasolini en los años que siguieron a su traslado a Roma: 1950. Hay edición castellana: Amado mío precedido por Actos impuros, Barcelona, Planeta, 1984. La traducción es de Jesús Pardo y Jorge Binaghi)

Existe, en cambio, algo brutal en la cultura de Godard, y quizá también ligeramente vulgar: la elegía le resulta inconcebible porque al ser parisino no puede sentirse afligido por un sentimiento tan provinciano y campesino; también le resulta inconcebible, y por idénticas razones, el formalismo clasicista de Antonioni: él es enteramente post-impresionista, no posee nada de la vieja sensualidad estancada en el área conservadora, y marginal, pagano-romana, aunque sea, como en Antonioni, muy europeizada. Godard no se plantea ningún imperativo moral: ni siente la normatividad del compromiso marxista (cosa vieja) ni la mala conciencia académica (cosa de provincias). Su vitalidad carece de frenos, pudores, o escrúpulos. Reconstituye, en sí misma, el mundo: es incluso cínica hacia sí misma. La poética de Godard es ontológica, se llama cine. Su formalismo es, por consiguiente, un tecnicismo poético por su propia naturaleza: todo lo que una cámara fija en movimiento es bello: es la restitución técnica, y por consiguiente poética, de la realidad. También Godard, naturalmente, hace el juego habitual: también él necesita un "estado de ánimo dominante" del protagonista, para avalar su libertad técnica: un estado dominante neurótico y escandaloso en la relación con la realidad. Por consiguiente, también los protagonistas de Godard son enfermos, flores exquisitas de la burguesía: pero no están en tratamiento. Están gravísimos, pero vitales, más allá de los límites de la patología: representan sencillamente la media de un nuevo tipo antropológico. También en su relación con el mundo es característica la obsesión: la fijación obsesiva en un detalle o en un gesto (y aquí interviene la técnica cinematográfica capaz, más y mejor que la técnica literaria, de exasperar las situaciones). Pero en Godard no se trata de insistencias sobrepasando cualquier tiempo soportable sobre un mismo objeto: en él no existe ni el culto del objeto en cuanto forma (como en Antonioni) ni el culto del objeto en cuanto símbolo de un mundo perdido (como en Bertolucci): Godard no tiene ningún culto, y lo trata todo igual, frontalmente: su pretextual "libre indirecto" es una solución frontal, indiferenciante e iterativa de mil detalles del mundo, sin solución de continuidad, mostrados con la obsesión fría y casi complacida (típica de su protagonista amoral) de una desintegración reconstruida en unidad a través de aquel lenguaje inarticulado. Godard carece completamente de clasicismo, más bien se podría hablar, en su caso, de neocubismo. Pero podríamos hablar de un neocubismo no tonal. Bajo las historias de sus filmes, bajo las largas "subjetivas libres indirectas" que minan el estado de ánimo de los protagonistas, transcurre siempre un filme hecho por el puro placer de la restitución de una realidad fraccionada por la técnica y reconstruida por un Braque canalla, mecánico y asimétrico.

(Fragmento de una intervención concretada en la 1ª. edición de la Mostra Internazionale del Nuovo Cinema, Pesaro, año 1965. Reproducida en Pier Paolo Pasolini contra Eric Rohmer. Cine de poesía contra cine de prosa. Barcelona, Anagrama, 1970. La traducción es de Joaquín Jordá)