París tiene una gran ventaja: es una ciudad llena de extranjeros, una ciudad donde el hecho de ser extranjero, si tenés algo que ver con la cultura, no es negativo. En Europa, en esa época y creo que hoy también, es bastante difícil encontrar ese espacio en una ciudad donde hay, como en Londres o en Roma, un espinazo nacional muy fuerte. París tiene esa gran ventaja. Ha sido siempre un centro de extranjeros que han trabajado ahí: Picasso, Chagall, Stravinsky. Hay un superego francés, que está totalmente injustificado hoy pero que te ayuda mucho a vivir. Eso de que "París es el centro mundial de la cultura y de las artes, ¿cómo toda esta gente no va a venir a París si es aquí donde se hacen las cosas?" Ya no es cierto, pudo haberlo sido hasta los años diez y veinte, pero sigue en la mente francesa y te ayuda a que nadie te pregunte por qué estás ahí. Desde luego, si sos un plomero, un deshollinador, la situación es mucho más grave: entrás dentro del gran catálogo de los trabajadores inmigrantes. Pero si sos un escritor, un pintor o un músico, a nadie se le va a ocurrir preguntarte "¿por qué estás acá?", porque eso resulta obvio. "Está acá porque acá está mejor que en cualquier otro lado". Entonces es preferible que los franceses no se despierten porque es algo que ayuda a que tu vida cotidiana sea más fluida. Fue así desde siempre: si bien la París de posguerra, a la que llegó Cortázar, era otro mundo, allí tampoco nadie te preguntaba nada.
(De un reportaje realizado, en noviembre de 1997, por Quintín y Flavia de la Fuente, publicado en El Amante.com. Cuando Cozarinsky dice "En Europa, en esa época..." está aludiendo a 1974, el año en que fijó residencia en París.)
Pienso no sólo en Chéjov, en Shostakovitch, en Fleischmann. Pienso también en el director de orquesta Guenadi Rodjestvenski, que tenía a su cargo la orquesta del Ministerio de la Cultura en los últimos años de la Unión Soviética y aprovechó el creciente descontrol de ese período para grabar El violín de Rotschild. El disco se agotó en pocas semanas. Ésa fue la versión que difundió, en un ciclo integral de la obra de Shostakovich, la radio francesa una mañana de 1990. Yo nunca había oído el nombre de Fleischmann ni había leído el cuento de Chéjov; grabé la ópera por mera curiosidad. Al escucharla, sentí esa intuición particular que nos anuncia menos el descubrimiento de una obra importante que el hecho de abrir una puerta hacia algo aún no vislumbrado. Esa mezcla de presentimiento y emoción me incitó a buscar -primero en los libros, después a través de personas que, lejos de darme respuestas, me abrían puertas hacia dominios cada vez más insospechados- todo lo posible sobre Fleischmann, sobre su ópera, sobre la intervención de Shostakovitch en ella.
En francés, la palabra 'testigo' (témoin) también designa al objeto cilíndrico, metálico, que se van pasando los corredores en esas competencias donde cada uno debe recorrer sólo parte del trayecto; en el límite, lo espera el corredor que para poder continuar recibe ese 'testigo' de manos de quien ya cumplió el tramo que le estaba asignado. De allí la expresión 'pasar el testigo' (passage du témoin).
En cierto momento creí entender que el tema central de mi busca eran los inciertos, a menudo invisibles caminos de la transmisión; que tal vez el maestro había recibido de su alumno muerto más aún de lo que le había dado. Fue entonces cuando supe que quería hacer un filme alrededor de la ópera y su historia, un filme que a través de lo sabido y lo documentado se acercara en puntas de pie a lo no dicho, a esa entraña, tácita o desconocida, lo único que importa en las relaciones humanas.
El 13 de agosto de 1996 vi ese filme en la enorme pantalla de la Piazza Grande de Locarno y lo escuché por los catorce altoparlantes que la rodeaban. Esa noche supe que había "pasado el testigo". A quién no sé, tal vez a muchos, tal vez a una sola persona, pero en ningún momento he puesto en duda que la cadena no se ha interrumpido.
(Fragmento final del texto, fechado en 1996, El violín de Rotschild, incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001. Las referencias aluden a Le violon de Rotschild, filme que Cozarinsky rodó ese año.)
En distintas épocas, The Players vs. Ángeles Caídos, de Alberto Fischerman; Rapado, de Martín Rejtman y Tan de repente, de Diego Lerman, me produjeron la impresión de una ventana de aire fresco que se abría en una pieza demasiado encerrada. Al verlas, pensé que por fin alguien rompía con la dramaturgia de la televisión, con el naturalismo. En general, las películas sociológicas no me interesan. Otra de mis preferidas es El nadador inmóvil, de Fernán Rudnik.
(La película de Fischerman (1937-1995) es de 1969; la de Rejtman (1961), de 1991; la de Lerman (1976), de 2002 y la de Rudnik, de 1998. Extraído de una entrevista de Gaspar Zimerman –"Siempre he sido un francotirador"- publicada en el diario argentino Clarín, el 14 de junio de 2004.)
Esteban Peicovich: Dada su edad, usted fue alcanzado por el peronismo. ¿Salió dañado, alterado, amplificado o mejorado? ¿Entiende usted al peronismo? ¿Cómo lo describiría?
Edgardo Cozarinsky: Al peronismo le debo mi escepticismo muy temprano, que se fue haciendo medular. Acaso no sea algo positivo, pero con ese escepticismo recuerdo, vivo y funciono. Como fenómeno histórico, siento que el peronismo fue liquidado por el regreso de un líder senil en 1973, por la masacre de Ezeiza, por esos mismos jóvenes que se pensaban de izquierda y creían haberse infiltrado en el movimiento. Pero sabemos que la distancia nos permite recibir la luz de estrellas muertas... Hoy el peronismo es algo tan universal como inconsistente: tuvo la cara de Menem y la de López Rega, la de Evita y la de tantos caudillitos provinciales. Ha tenido poetas y cineastas que importan. Como Gardel, el Che o Maradona, pertenece a la esfera de la mitología y lo irracional: del folklore.(De un reportaje firmado por Esteban Peicovich –"Los argentinos son mejores que la historia de su país"- aparecido en el diario argentino La Nación el 10 de julio de 2004.)
La actualidad no es necesariamente la realidad, ni lo real es necesariamente verdad. En momentos de elecciones presidenciales en la Argentina -espejismo democrático- echemos una mirada a la "posguerra" de Irak, más bien al flamante estado de guerra permanente, ya no fría, sino latente, cuyas ocasionales erupciones, calculadas puestas en escena, seguirán dejando en el escenario muertos de veras.
Parece que después de todo Washington, a diferencia de Hollywood, no se equivocó de remake. Esta guerra de Irak, promovida por el marketing de Bush & Friends como un remake de la guerra (veloz, insignificante) del Golfo hace diez años, no resultó ser lo que sus primeros días prometieron: un remake de la derrota (interminable, patética) de Vietnam hace treinta años. El espectacular desastre americano no ha ocurrido.
El llamado -con optimismo excesivo- 'mundo árabe' no se precipitó a salvar el régimen de Saddam, como la difunta URSS había alimentado y armado a Vietnam del Norte. En vez de una humillación, los Estados Unidos están conociendo una ambigua forma de triunfo: comprueban que tantos opositores a su intervención han suavizado en un lapso de días la acritud de su censura a la vez que sus aliados ocasionales mitigan la solidaridad. Las amenazas contra Siria parecen bravuconadas disuasivas: Blair, aliado inconvincente, inconvencido, no parece dispuesto a secundar un nuevo show marcial del Imperio. En Israel crece el movimiento de soldados que rehúsan servir en los territorios ocupados. Hasta Sharon, ese Spielberg de la lucha por el 'espacio vital', anuncia 'compromisos dolorosos' hacia los palestinos. En Europa, la política de Washington ha reavivado el antiguo, nunca del todo extinguido antisemitismo, impaciente por borronear distancias entre judíos y sionismo, por confundir víctimas palestinas y terrorismo islamista (no islámico). Más cerca de nosotros, hasta Saramago anuncia que toma distancia con el senil 'caimancito barbudo'...
(Fragmento de un artículo sin nombre aparecido en la sección Sidra en el Tortoni de Radar Libros, suplemento del diario argentino Página 12, el 28 de abril de 2003.)
Los autores británicos de operetas de éxito no se equivocaron al darle al Che un papel secundario en Evita; el suyo es un 'cameo' ideológico, que no transmite los límites aconsejados por un seguro instinto del show business. No en vano esos autores habían hecho fortuna con Jesús Christ Superstar: sabían que el personaje Evita posee star quality para las masas y el personaje Che sólo para esas minorías cuya estima adorna, pero no cuenta para mantener un espectáculo durante más de una década, hasta que su versión cinematográfica finalmente lo entierre.
Sin embargo, el póster ha reaparecido en todas sus manifestaciones. Según la sensibilidad de quién lo mire, allí está la sonrisa noble o 'compradora', el cigarro petulante o viril, los parches de barba recuperados por la moda, sobre todo la mirada siempre fija en el horizonte lejano de la utopía, más allá de las contradicciones pragmáticas, de las vidas de los individuos que deben realizarla. Y también, la imagen del líder muerto: la imagen crística, infalible puesta en escena de la CIA y sus acólitos bolivianos, satisfechos de la victoria de un día, acuñando un ícono para décadas...
Sí, el póster ha sobrevivido a los sacudones ideológicos y políticos que impugnaron todos los errores tácticos, estratégicos o meramente humanos del individuo. Impermeable a los hechos, como el místico o el autista, el póster se mantiene fiel a la fe en una redención siempre futura y no se deja intimidar por la realidad, por ejemplo, el hecho de que su modelo fuera entregado a sus verdugos por el mismo pueblo que pretendía redimir.
(Fragmento inicial de Meditaciones en torno a un póster, texto fechado en 1997 e incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001.)
Las preguntas para mí son muy importantes. Yo pienso que en las películas donde he escrito un comentario, generalmente son comentarios a base de preguntas. No me interesan las respuestas, o no creo que las respuestas den mucho.
(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.)
Yo uso la primera persona, o referencias autobiográficas, no porque considere que es más importante, sino simplemente porque ésas son las cosas de las que puedo hablar. Yo no voy a decir el mundo es así; voy a decir en determinado momento el mundo me pareció de esta manera, o me golpeó de esta manera. Me perdí en el mundo de esta manera. De esto tengo autoridad para hablar, estoy hablando desde el llano de mi experiencia personal.
(Extraído de un reportaje realizado en París, el 7 de diciembre de 2001, por Teresa Orecchia. Fue publico en su totalidad en el número 621, correspondiente a marzo de 2002, de la revista española Cuadernos hispanoamericanos.)
Eugenia García: ¿De qué trata su nueva película?
Edgardo Cozarinsky: Para mí es muy difícil contar esas cosas, porque me gusta narrar en el montaje, y si tengo que resumir dónde está el punto de vista, me pierdo. Digamos que es el itinerario de un chico, en parte dealer, en parte taxiboy, en parte nómade, en una noche en la calle, que tiene una serie de encuentros habituales para él con clientes de todo tipo, clientes de droga, clientes de sexo, y a lo largo de esa noche le pasan cosas no habituales, todo entre el anochecer y el amanecer de un día. Es una película que empieza como una picaresca nocturna, alguien dijo un road movie urbano, y va deslizándose gradual pero seguramente hacia lo fantástico. Porque esa noche es la del 1 al 2 de noviembre, el día de los muertos. Después con el amanecer se vuelve a la "realidad". Esta película, a diferencia de otras mías, que son historias corales, está centrada en un personaje que va, que recorre distintos ambientes, que encuentra distintos personajes. Se ve la ciudad de noche, calle, calle, calle y transportes.
(De una nota firmada por Eugenia García –"Me gusta descubrir los fantasmas de Buenos Aires"- publicada en el diario argentino Página 12, el 27 de junio de 2004.)