(...) así como mis gustos literarios, mi gusto por la literatura inglesa y norteamericana, una cantidad de actitudes individualistas y asociales, digamos, con respecto a los gustos, se lo debo a Tabbia. El hecho de escribir descubriendo ciertas reglas de escribir me lo revelaron esos primeros encuentros con Bianco en la redacción de Sur.

(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.)

Silvina, solía repetir Beatriz Guido, era "un ser mágico". Aplicada a ella, la palabra puede ser entendida en un sentido nada banal; por eso estoy seguro de que Silvina debe de haberse enterado, de algún modo que no puedo imaginar, de la protección póstuma que me brindó. Un mediodía de diciembre de 1993, Tabbia me llamó desde Buenos Aires para anunciarme su muerte. Recuerdo que abrí una botella de vodka y bebiéndola pasé la tarde en casa, releyendo cuentos y poemas suyos. A eso de las siete la botella se había vaciado y yo me dispuse a acudir a la cita que tenía con una relación, llamémosla sentimental, que se arrastraba, de mi parte, en la vana espera de una ocasión de herir como yo había sido herido. Apenas nos encontramos, ayudado por el vodka, empecé a ventilar resentimientos, agravios impagos, desprecio llano; en algún momento sentí que iba a vomitar y aproveché para interrumpir la escena, que percibía vagamente como lamentable. Al día siguiente me desperté con un borroso dolor de cabeza pero también con un sentimiento inédito de alivio, incluso antes de recibir por correo la convencional nota de ruptura. Silvina, comprendí, me había sido fiel.

Estas visiones fugitivas, y muchas otras, intransferibles, son parte del bagaje con que los años nos van cargando. La memoria las recorta y ordena según leyes no demasiado diferentes de las del montaje cinematográfico, hasta convertirlas en una especie de literatura vivida. Por suerte también están los libros, que son propiedad común, que nuevos lectores no cesan de hacer vivir, y en ellos viven.

(Fragmento final del texto Mi Silvina, publicado en Radar libros, suplemento del diario argentino Página 12, el 20 de julio de 2003.)

(...) así como a Pepe Bianco le debo, ya que lo mencionaste, el hecho de montar lo que escribo. Cuano yo estaba en la Facultad de Filosofía y Letras, lo conocí a Pepe Bianco en la librería Letras que estaba al lado de la facultad. Te hablo de la época en que la facultad estaba en la calle Viamonte; la librería Letras estaba en la misma vereda de la facultad, Verbum era la librería que estaba enfrente. A la librería Letras iba todo el mundo: Borges estaba ahí muy a menudo, me acostumbré a verlo y a escuchar qué comentaba... Sur estaba en la esquina... Bianco también aparecía ahí a menudo. Yo tenía diecinueve años, hablaba mucho en la librería con las chicas que atendían... Un día discutimos un poco con Bianco sobre ya no me acuerdo qué cosa y me dijo que pasar a verlo por Sur y me encargó una nota que salió en el año 59. Cuando me pidió esa primera nota me dijo que pasara la semana siguiente; cuando pasé me dijo: "Mirá, ¿el libro te gustó?". - "Sí, evidentemente." - "No, evidentemente no, porque no lo decís." Abrió un cajón, sacó las páginas llenas de flechas, círculos de lápiz rojo, y me dijo: "Mirá, vamos a ver acá. Acá empezás diciendo esto...Una reseña de libro, me dijo, es como una novela: tenés que narrarla. Tenés que narrarla significa guiar el interés del lector. Acá exponés una idea muy interesante al principio y después la explicás. Y realmente es muy pesado, porque la idea que parecía interesarme en el primer párrafo cuando la explicás se convierte en un lugar común". Me dice: "Por qué no empezás con una especie de disparo y después narrás otra cosa, y recuperás eso, de manera de crear suspenso, y al final, en el penúltimo párrafo, le das al lector la impresión de que llegás a una conclusión, aunque vos no tengas ninguna". Me explicó una cuestión de líneas narrativas válidas para la novela, el cine, lo que fuera... Crear un pequeño suspenso, impresionar al principio, dejar algo reservado para cerca del final, hacer que las ligazones entre una parte y otra estén claras, pero que al mismo tiempo no parezcan obvias, porque todo lo que resulta demasiado evidente pierde interés. Y no sé, de pronto, con esas marcas en colorado, me di cuenta de que hay un montaje en lo que uno escribe que no es muy diferente al montaje cinematográfico, cosa que Pepe no habría llamado nunca así porque era un hombre de letras, puramente literario. Pero me di cuenta de que había un arte que no era el de exponer con palabras lo más claras posible, sino el de construir un texto con algunas reglas del relato, de lo que se podría llamar narrativa.


(Extraído de un reportaje realizado por Emilio Bernini, Mariano Dupont y Daniela Goggi, publicado en la revista argentina Kilómetro 111.Ensayos sobre cine, en su número 1, correspondiente a noviembre de 2000.)

Para algunas mitologías la muerte no es un acontecimiento súbito, el tránsito abrupto de un instante en que aún hay vida a otro en que ya no la hay. La representa más bien un viaje, simbólico, que puede entenderse como un despojamiento y un aprendizaje.

Es posible imaginar que durante ese tránsito subsisten, islas a la deriva en un mar nocturno, fragmentos de conciencia, recuerdos, voces e imágenes de la existencia que se apaga, transitorio bagaje al que el viajero se aferra por un tiempo breve, impreciso, que nuestros instrumentos no saben medir.

Nada sugiere que en esas islas perduren los momentos que el viajero hubiese considerado decisivos en su vida: tal vez sólo se adhiera a ellas la resaca de un naufragio. De esas ruinas que se dispersan en el momento mismo de nombrarlas sería vano esperar el retrato de un individuo que desaparece. Tal vez sea su condición de añicos, de desechos lo que cautivaría la atención del improbable espectador que a ellos pudiese asomarse: fragmentos de un relato mutilado, piezas aisladas de un rompecabezas que ya nunca podrá completarse.

(Fragmento final de Días de 1937, relato incluido en La novia de Odessa, Buenos Aires, Emecé, 2001. El texto ha conocido, en el 2003, una feliz traslación en la televisión argentina, con el nombre de La prisa, dirigido por Verónica Chen.)

Para hablar con los vivos necesito palabras que los muertos me enseñaron.

(Frase de Alberto Tabbia, colocada como epígrafe de El rufián moldavo, primera novela de Cozarinsky: Buenos Aires, Emecé, 2004.)

Los muertos están muy presentes para mí, desde hace ya algunos años que todo lo que hago tiene que ver con los muertos, con la relación con los muertos. Para mí mis muertos son gente que está muy cerca de mí, con quien tengo diálogo, comunicación. Cuando digo esto no lo pienso en términos de melancolía, de tristeza, para nada, tengo una relación muy vital con los muertos, lo que me dejaron, lo que recuerdo de ellos. Una referencia constante, están conmigo.

(De una nota firmada por Eugenia García –"Me gusta descubrir los fantasmas de Buenos Aires"- publicada en el diario argentino Página 12, el 27 de junio de 2004.)