(...) es algo de toda la vida, todo lo que uno lee va quedando y yo he vivido mucho a través de la lectura. Leo desde chico y la lectura ha sido una parte importante de mi experiencia vital. Todo eso forma una especie de tierra fértil, de humus, donde van agregándose distintos detritus que terminan formando una especie de suelo del cual uno después saca elementos para escribir. No sabría reconocer cómo ocurre el proceso, pero creo que hay cosas que no son conscientes, que van actuando por su cuenta. A veces uno tiene ganas de escribir algo que le parece que surge de lo más profundo de lo vivido, y resulta que mientras lo está escribiendo se da cuenta de que es una reminiscencia literaria, que viene de alguna lectura. Eso es algo que a mí me ha pasado, pero creo que le ha pasado a mucha otra gente, incluso a quienes reivindican nociones como la de espontaneidad o cierto primitivismo. Creo que uno no escribe si no ha leído antes, como uno no pinta si no ha visto pintura, y uno no hace música si no ha escuchado mucha música. Las actividades creativas vienen estimuladas por el contacto con la creación, y no existe creación a partir de la nada.

(Fragmento de un reportaje realizado por Gustavo Pablos, en ocasión del lanzamiento argentino de Vudú urbano, publicado en el diario La Voz del Interior, de la ciudad de Córdoba (Argentina), el 17 de enero de 2003)

Les carabiniers es una película sobre la estupidez, tal como se manifiesta en una actividad que le ofrece oportunidades inmejorables: la guerra. Los conscriptos del film son el producto de esa zona de residuos urbanos que puede hallarse en los aledaños de cualquier centro industrial. La brutalidad de Miguel Ángel, la impostada seguridad de Ulises, son sólo excrecencias se una esencial estolidez. La guerra se les ofrece como una suerte de festival sin reglas: saquear supermercados, adueñarse de Alfa Romeos, violar mujeres, patear ancianos, infinidad de actividades menores, más rebuscadamente imbéciles. La tierra de nadie donde la obra ubica su ficción, es la tierra toda. Allí también, la "civilización de la imagen" (que Godard recoge en todos sus films, donde las revistas ilustradas y los avisos callejeros iluminan críticamente la acción) propone sueños módicos para módicos personajes. Y si el mundo sólo es intuido a través de imágenes impresas, no debe extrañar que la recompensa por la lucha sean otras imágenes donde ese mundo ha sido registrado. En un rapto admirable, que dura ocho minutos, los conscriptos y sus mujeres inspeccionan, ordenan, bailan alrededor de esos manchados cartones que serán su único botín.

La ausencia de énfasis, la atonalidad emotiva, la extrema desdramatización que Godard vigila, son algo más que ejercicio teórico, y muy heterodoxo de algunas ideas brechtianas (aunque quepa asociar con Schweik en la segunda guerra mundial el esquema de mensajes y recuerdos, fruto del pillaje organizado, que las mujeres reciben puntualmente). El espectador de Les carabiniers debe asimilar su propia ajenidad, su hastío, ante esa construcción de monotonía e inutilidad que el film le arroja. Allí reside el aspecto didáctico de la fábula. Los textos manuscritos (aun los fotogramas negros que interrumpen inopinadamente varias escenas), la ausencia de articulaciones narrativas, la confianza en la simple exposición, sirven a un mismo propósito: mostrar, pero sin comprometer al espectador en una vivencia ajena; exponer, en cambio, el sinsentido que la anima.

Como siempre ocurre en la obra de Godard, es cuando el arte reflexiona sobre sí mismo cuando descubre su filo más temible. Antes de la cita de Borges que abre el film, en un brevísimo fragmento que falta de la copia estrenada, se oía sobre un fotograma negro la voz del compositor Philippe Arthuys mientras dirige la orquesta: "Marcha militar, primera": luego unos compases fallidos, y después la música, una de las mejores partituras originales de la década. En otro momento, Miguel Ángel va por primera vez al cine en una de las ciudades ocupadas; el descubrimiento del cine es, de algún modo, su nacimiento para ese espectador virginal, y el programa que Godard le ofrece incluye remakes de L'arrivée d'un train a la Ciotat y Repas de bébé, dos primitivos (1895) de Lumiere, así como de un primario intento de erotismo. El conscripto no sabe distinguir "la ilusión cómica" de su propia experiencia, ficción de realidad, y se precipita sobre esa tela blanca, que desmorona con caricias impacientes. Es, precisamente, lo que Godard vigila que no le ocurra a su espectador. Para que Les carabiniers actúe sobre la conciencia, no debe ser confundido con la realidad; debe asumir plenamente su carácter de artefacto, de artificio, de arte, y para ello nada más eficaz que dirigir la atención hacia su propio lenguaje. Porque, como supo verlo Roland Barthes, "para ser subversiva, la crítica no necesita juzgar; le basta hablar del lenguaje en lugar de servirse de él".

(Fragmento de una crítica, presumiblemente contemporánea al estreno del filme de Godard en Argentina, subida a la red sin indicar procedencia)

Como la mano en la cuna de Intolerancia, encontramos la fuerza del cine clásico, una elocuencia perdida que se resiste al análisis y se impone con una simplicidad convertida en inaccesible. Y sin embargo, volviendo a ver el film, constato, asombrado, que justo al principio un primer letrero, al uso habitual del cine mudo, lo anuncia: "The glamour of limelight, from wich age must pass as youth enters." He aquí algo fuera de alcance para el cine mudo: el uso de la palabra escrita más allá de la información, sin función de clave narrativa. Y, a continuación, un segundo letrero, aún más provocador, aún más al desuso: "A story of a ballerina and a clown..."

No se necesitaba más para navegar lejos de 1952, fecha de la salida del film, época en la que el cine americano digería con dificultad, si no lo rechazaba, la herencia wellesiana, todavía no reconocida como tal; o, tirado entre los miedos políticos de la guerra fría y aquellos industriales de la invasión televisiva, estaba listo a zozobrar en la aventura del CinemaScope. Y, de golpe, todavía un último letrero: "London, a late afternoon in the summer of 1914..." Esta es, sin duda, la fecha del inicio de Chaplin en el cine, llegado a los Estados Unidos el año anterior; pero es también aquella del fín del mundo, "el mundo de ayer" que diría Stefan Zweig en 1940... Bien que la guerra del 14 se dibuja como telón de fondo en la segunda parte de Limelight, es el mundo liquidado por esta guerra del que habla la película. "Late afternoon": aquella que precede al crepúsculo, esa "elegant melancholy of twilight" mencionada en dos tomas a lo largo del film por el personaje de Calvero.

A pesar de que Chaplin no conocerá la persecución judicial emprendida hacia su persona por la justicia americana hasta su llegada a Londres para el extreno del film, la inminencia del exilio palpita a lo largo de Limelight. Pero este exilio es en verdad el regreso a los origenes. El Londres difunto que el film recrea en los estudios americanos, lejos de las majors, está próximo a la Francia sintética bosquejada en Monsieur Verdoux por algunas referencias visuales aproximativas. Es, ciertamente, el país de su infancia: el mundo del music hall que sobreviviría penosamente hasta los años 40, los músicos callejeros, todo un mantillo en el que el joven comediante de la compañía Karno se serviría para construir sus personaje.

(Fragmento del ensayo La mort de Calvero que integra el voluminoso volumen editado por la Cineteca Bologna sobre Limelight de Chaplin, con motivo de su restauración que la institución proyectó en el verano de 2002 en la Piazza Grande de Bologna (Italia). Parte de la velada fue filmada por Cozarinsky e incluida en su filme Chaplin aujour’d hui: Les feux de la rampe.)

Mi intención no era hacer un ensayo histórico o político, ni tampoco opinar como todo el mundo lo hace sobre la realidad nacional. Mucha gente se dedica a esa cuestión de distribuir premios y castigos. En mi caso, creo que de lo que se trató es de que me hice una pregunta que tiene que ver, básicamente, con qué es lo que a mí me había formado. Entonces ahí me largué, además de con las lecturas, a mirar un poco alrededor mío, a volver sobre mi pasado, sobre aquello que había vivido durante una buena parte de mi vida. Y traté de pensar sin refugiarme en ninguna utopía consoladora, ni nacionalista ni marxista, en ningún pensamiento consolador que ofrezca una solución ya hecha para entender el mundo y sus conflictos. Por eso muchos ven que es un pensamiento fresco, libre de esas soluciones. En ese sentido, lo no sistemático es una manera de reivindicar lo literario. Para mí, como para mucha gente hasta no hace mucho tiempo, la literatura tenía que ver con una manera no sistemática de abordar la realidad, sin dejar a un lado lo imaginario.

(Fragmento de un reportaje realizado por Gustavo Pablos, en ocasión del lanzamiento argentino de Vudú urbano, publicado en el diario La Voz del Interior, de la ciudad de Córdoba (Argentina), el 17 de enero de 2003)