El Amante: En Le violon de Rotschild parece haber algo del viejo placer por cierta tranquilidad cinematográfica pero por momentos se aleja de ese clasicismo.
Edgardo Cozarinsky: Es clásica la manera en la que está filmada, eso es cierto. Eso era lo que yo quería. Por otro lado no es clásica la estructuración, mi idea de forma es el tríptico de altar. Hay un panel central donde está la parte principal de la pintura y hay dos paneles laterales con bisagras que ilustran un aspecto lateral de la historia central y que, como antes se trasladaban, se pueden cerrar. Parte uno y parte tres, los dos postigos se cierran y ocultan lo que está en la parte central. Si se abren te la enmarcan. Esta es un poco la idea de forma, que no es muy clásica que digamos para el cine narrativo. Con la ópera hay una idea de poner en conversación, de hacer dialogar lo filmado y el material hallado. La película está montada en fílmico.
El Amante: ¿No usaste el avid para nada?
Edgardo Cozarinsky: Lo usé para las realizaciones en video: el Calvino y el Zweig. Había tiempos de montaje que eran cómodos pero había una avalancha de material. Le violon está todo hecho en película. Por ejemplo, los archivos que yo elegí los hice pasar a VHS para tenerlos en casa y poder verlos tranquilo. Tenía seis horas, después pasamos a cuatro y después hice copiar en película para el montaje una hora veinte de archivo. En la película quedaron 22 minutos. A medida que los veíamos en VHS pasábamos a la sala de montaje, porque no era tanto una cuestión de costos como una cuestión de manipulación. Si teníamos copiadas seis horas iba a ser un horror y además no tenía sentido copiar eso. Veíamos una secuencia en VHS tratando de ver cómo hacemos dialogar, cómo metemos esto en correspondencia con un material. Veíamos incansablemente las cosas. Desde el principio yo sabía qué quería: el viejo con el violín o Stalin haciendo el gesto del acordeón. Otras cosas eran reemplazables.
El Amante: Y hay una decisión respecto del sonido. Como una película muda sobre la cual se pone una ópera.
Edgardo Cozarinsky: Exactamente, del mismo modo que había música de acompañamiento en las salas, que podía ser un pianito, un cuarteto o una orquesta. Para mí la parte ópera de El violín es como cine mudo. Yo quería que fuera muy primitiva. No está filmada de manera muy primitiva porque hay muchos travellings y muchas modificaciones de encuadre que no se hacían en el mudo, pero hay una idea de mostrar una cosa naïve, y la manera de hacerlo eran los colores. Cuando hablaba con el director de arte húngaro le pedía que buscara la estética de un libro de ilustraciones para colorear, donde no se cubre la superficie de forma homogénea y se nota el trazo. Con las casas el problema era que la pintura tenía la tendencia a dejar una superficie plana que yo no quería. Así que hubo que utilizar una pintura muy diluida para que se notara la superficie derruida y que la pintura aplicada fuera absorbida en algunos lugares y en otros no. La casa azul, la casa rosada, la casa naranja fueron pintadas después de varios ensayos para que no quedaran demasiado bien, demasiado parejas. Volviendo al sonido: el sonido directo está muy bien pero para las escenas dramáticas. La veneración por el sonido directo en los años sesenta, de parte de Godard y otra gente, es para mí una cosa totalmente absurda. Creo que era una reacción contra un cine internacional que hacía esas películas de aventuras donde todo el mundo iba a ser doblado en inglés.
El Amante: La superproducción europea...
Edgardo Cozarinsky: Exactamente, una cosa absurda. Hay cineastas que yo admiro enormemente como Fellini o Bresson, que son el día y la noche, a quienes no les interesaba el sonido directo. Incluso Bresson ha cambiado voces porque le parecían demasiado expresivas. Cuando había algo que le parecía sentimiento o interpretación, lo cambiaba inmediatamente.
El Amante: Se produce algo muy disonante cuando uno ve gente tocando música y la música que hay es otra.
Edgardo Cozarinsky: La razón de llevar en las últimas tomas la acción a hoy es sugerir una continuidad. Me interesaba la imagen de Shostakovich, el personaje, porque para mí todo es ficción. Con Citizen Langlois, me han criticado porque no digo ciertas cosas acerca del personaje que no me interesa decirlas porque me llevan por un lado que no es el del personaje que quiero inventar. En Le violon me interesaba hablar sobre ese tipo que se caga en la política y que lo que quiere es seguir tranquilo componiendo su música y ayudando a los demás a componer su música. Quería que durara hasta hoy, quiero que sea una conducta que dure hasta hoy. Al final se aleja en el año 48 por una callecita de noche y reaparece de mañana en el San Petersburgo de hoy, con toda la publicidad, con el mismo sobretodo, perdiéndose en medio de la multitud. La música del final de la ópera El violín de Rotschild empieza cuando él toca el libro en la librería. Son seis minutos. Quería que funcionara como música de cine, pero señalada como música de cine. En el montaje decidimos que la música siga hasta el chico que toca el violín, quien evidentemente no puede estar produciendo esa música. De pronto, cuando estamos cerca de él, se termina la música, se escuchan los ruidos del tránsito y no sale ninguna música del violín. Después empieza la canción de cuna que está en los títulos del final. El sonido es algo que la mayoría de la gente no percibe en cuanto sonido: percibe lo que está en la imagen y el sonido es algo que lo acompaña, por donde pasan una cantidad de sentidos. Por eso el viejo papel de la voz en off en el documental es una cosa que siempre me ha repugnado por ser la voz de Dios, la que da premios y castigos, la que dice esto es lo bueno y esto es lo malo. En La guerre d'un seule homme, traté de trastornar eso y crear una voz en off que creara problemas, y hacer que voz o música se perciban como un texto que te obligue a relacionarlas. Volviendo al principio, Tom Luddy me dijo que yo era un autor de ensayos en cine. Así como hay ensayos en literatura, yo los hago en cine. Lo dijo cuando presentó Le violon de Rotschild. Me impresionó porque nunca lo había hablado con él pero tiene la misma idea que yo tengo, que el ensayo es una forma muy libre, porque podés contar una anécdota, podés contar una historia y sacás una reflexión de ellas. Te podés permitir una cantidad de libertades.
(De un reportaje realizado, en noviembre de 1997, por Quintín y Flavia de la Fuente, publicado en El Amante.com.)
Se trata de mi filme más objetivo, puesto que se basa en hechos, y también el más íntimo, pues en él todo es hipótesis personal. Prefiero no hablar de esta película y citar a Shostakovich: 'Tanta gente fue matada en nuestro país y nadie sabe dónde están enterrados. ¿Quién podrá erigir un monumento a su memoria? Sólo la música puede hacerlo.'
(De un texto escrito para el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires en ocasión de una retrospectiva parcial de su obra realizada en 2002.)
Los recuerdo, alguna noche de estreno en el Instituto Di Tella. Parecían felices, algo desubicados pero no incómodos. Ella (poeta cuyo nombre había sugerido a Girri la tan citada frase "mezcla rara de rosa y de sobaco") lucía su habitual maquillaje intrépido; él, bajo la no menos generosa biaba de La Carmela, le había pedido prestada alguna asistencia cosmética. Avanzaban, sonrientes, apenas vacilantes, entre la horda de jóvenes reales o fingidos refugiados en el inmenso hall donde siempre se esperaba que no llegara la policía de Emilia Green de Onganía (que había hecho prohibir Bomarzo, ¡de Manucho!, en el Colón), lista para detectar el perfume de la cannabis sativa o una cabellera demasiado hirsuta, cuando no alguna forma de subversión vestimentaria.
Tras años de ostracismo político y estético, Marechal había asistido encantado pero lúcido, a los esfuerzos asociados de Primera Plana y la editorial Sudamericana para lanzar El banquete de Severo Arcángelo como una obra maestra de la familia de Rayuela. Todo conspiraba para otorgar al olvidado poeta de Días como flechas el efímero prestigio de lo postergado y redescubierto: la mala leche de la reseña de Adán Buenosayres que González Lanuza había publicado dos décadas antes en Sur y el contemporáneo aprecio del incipiente Julio Cortázar. Más cerca: la visita ritual a Cuba y la prohibición de la crónica resultante. Su mismo peronismo lo hacía objeto de curiosidad, en un momento en que el movimiento, aun no declinado en Montoneros e Isabel Martínez-López Rega, aparecía como algo pretérito y no se podía sospechar que iba a dirimir su "interna" en guerra civil.
Lo recuerdo esa noche junto a su indisociable Musa. Había en ellos algo conmovedor pero no patético. Eran, si se quiere, such darling dodos, pero estaban tan contentos de estar allí, entre ese público tanto más joven, reconocidos por muchos, saludados por algunos. ¿Qué noche era?
(Fragmento inicial de un artículo sin nombre aparecido en la sección Sidra en el Tortoni de Radar Libros, suplemento del diario argentino Página 12, el 2 de febrero de 2003.)