Como de los frescos de la Capilla Sixtina, o del glaciar Perito Moreno, oí hablar de Herminia y Dorita mucho antes de verlas. Sabía que eran las concierges del edificio de la rue de Lille donde una amiga mía alquilaba el primer píso. Que fueran argentinas, y posiblemente una pareja, no habría bastado para despertar mi curiosidad; me intrigó, en cambio, el tono agreste, cerril, con que -según mi amiga- enfrentaban a inquilinos y propietarios de esa distinguida calle, sin dejar de cumplir irreprochablemente con sus tareas. Tras un momento inicial de desconcierto, aun de perplejidad, mi amiga había decidido defenderlas ante vecinos sorprendidos por la indolencia con que esas formidables criaturas prescindían en el diálogo del "s'il vous plait" y del "je vous en prie", por la vehemencia con que abordaban un ocasional trabajo de plomería, por la familiaridad con que palmeaban al anticuario que, a modo de ofrenda propiciatoria ante dioses inescrutables, les regaló un domingo una charlotte aux poires de Dalloyeau.
Debo aclarar que mi amiga de la rue de Lille es inglesa, nacida en Skopje y criada en Bogotá. Aunque periodista, hay en ella algo de un personaje de Rose Macaulay, un atisbo de Freya Stark. En algún momento pude sospechar que su mirada tangencial adornaba con el prestigio de lo exótico a dos inmigrantes que no dominaban los códigos de la cortesía francesa. Una anécdota, sin embargo, me impresionó como veraz, creíble más allá de todo enriquecimiento por la narración indirecta. Un director de cine checo había pasado unas semanas en el departamento; al partir hacia Los Angeles dejó allí cantidad de ropa que no necesitaba inmediatamente; en una carta posterior anunció que ya no volvería a usarla. Antes de llamar al Ejército de Salvación, mi amiga preguntó a Herminia y Dorita si alguna de esas prendas podría serles útil. Para su sorpresa, no fueron tantoo camisas y sweaters los que merecieron el interés de las concierges sino dos trajes, bastante usados, cuyas chaquetas cruzadas -pensó mi amiga- tal vez autorizaran la conversión en blazers. Dos domingos más tarde, vio salir de misa en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés a Herminia y Dorita, vestidas con los trajes de su amigo, mínimamente alterados para acomodar la no prevista abundancia de pecho y muslo.
(Comienzo del texto, fechado en 1999, Las chicas de la rue de Lille, incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001.)
Gustavo Pablos: Sus relatos, en cierto modo, postulan la preocupación por el trabajo en los márgenes, en lo más secreto, a contrapelo de la historia con mayúscula...
Edgardo Cozarinsky: La idea de dialogar con la Historia con mayúscula no se me ocurre como un proyecto. Pero pienso, como mucha otra gente que no se ha interesado particularmente en la historia, que no han sido ni políticos ni militantes, ni triunfadores ni víctimas, particularmente, que ha sido muy difícil vivir estos últimos 50 años. Años que están marcados por acontecimientos generales, públicos, que hacen lo que habitualmente se llama la Historia. Creo que por una irritación, una intolerancia ante esa situación, lo que a mí más me ha interesado siempre es fijar la atención, poner el foco, como en una cámara fotográfica, en lo marginal, en la gente menor, en las experiencias menores, en la gente desconocida. Y sentirlos en relación con esa cosa mayor, amenazante, que va a hacer de ellos víctimas. Evidentemente, el discurso de los triunfadores no me interesa para nada, tampoco la víctima como víctima en sí. Me divierte mucho la gente que se las arregla para escabullirse, para salvarse de situaciones que parecen insalvables cuando la Historia está ahí, merodeando, rodeando, acechando. Por eso, los personajes y las situaciones que me interesan son las que reflejan esos recovecos en los cuales se salvan o no de la gran tormenta. Mi atención se dirige hacia esas pequeñas cavidades en las que la gente continúa siendo ella misma y no se deja masacrar, o procesar, por el curso de las ideas con mayúsculas.
(De un reportaje realizado por Gustavo Pablos, publicado en el diario La voz del interior (Córdoba, Argentina) el 12 de mayo de 2001.)
Enviado a hacer la revolución bajo otros cielos, de modo que su aureola no ensombreciera la real-politik de Castro, el profeta clamaba por 'cien Vietnam, mil Vietnam' que se encendieran en América Latina para expulsar al imperialismo norteamericano y reconquistar una edad de oro bajo signo marxista-leninista. Treinta años más tarde, cuando el capitalismo domina el planeta y Cuba es apenas un museo al aire libre del comunismo, que sólo atina a aferrarse al salvavidas del turismo, ese llamado resuena con toda la patética soberbia de quienes deciden encarnar 'el sentido de la historia', ese voluble, amnésico ídolo hegeliano.
Detrás del slogan, alentándolo, latía el espejismo más tenaz de la Edad Contemporánea (1789-1989): la creación de un 'hombre nuevo'. Robespierre y Saint Just lo vieron emerger, puro, como de una placenta nutritiva, del baño de sangre en que el terror sumergiría a la sociedad. Pocos años más tarde, Mary Shelley, mujer y socialista, imaginó un destino negativo para la criatura del Dr. Frankenstein. La expresión iba a conocer una genealogía prolongada: Lenin, Mussolini, Pétain y Pol-Pot le rindieron tributo. La fruición de decidir quién merece vivir (quién vale la pena que viva) y quién debe desaparecer para permitir la aurora de los tiempos nuevos no es ajena a la seducción del concepto. Guillotina o paredón, meros esbozos de la hecatombe cambodiana, demuestran la pulsión exterminadora de los intelectuales que se arriman al poder. Ilustran, también, cierto señoritismo, redivivo bajo el ideal revolucionario, propio de quienes sólo se conciben en el proscenio de la historia. Diría, adaptando a un contexto argentino una observación de Pasolini sobre las Brigadas Rojas, que entre el cabo de policía 'cabecita negra' baleado al pasar por un grupo armado, y el militante cuya familia obtiene su liberación de la ESMA y le paga el pasaje de ida a Madrid, no dudo un instante a cuál dar mi simpatía.
(Fragmento de Meditaciones en torno a un póster, texto fechado en 1997, incluido en El pase del testigo, Buenos Aires, Sudamericana, 2001. Obviamente, quien fue "enviado a hacer la revolución bajo otros cielos" es Ernesto Guevara.)
Gustavo Pablos: En su prólogo a Vudú urbano, Susan Sontag dice que "es un libro desplazado", por el hecho de que carece de idioma original. ¿Porqué escribir esos textos primero en inglés y luego pasarlos al castellano?
Edgardo Cozarinsky: Tenía muchos miedos, muchos problemas con el hecho de lanzarme a escribir textos sin protección: sin la protección de un género, sin la protección de una disciplina (no eran artículos periodísticos ni tampoco una tesis universitaria), eran cosas que tenían un estatus ambiguo, imaginario pero también reflexivo, con elementos de ensayo y también de pura invención. De alguna manera la fuerza para largarme la encontré escribiéndolos en inglés, porque me permitió poner cierta distancia. El inglés es el idioma en que empecé a leer ficción cuando era chico, ya que los textos que nos daban en la escuela no me interesaron nunca, al estilo de Platero y yo, La primera revelación fue con Treasure's island, que leí en su idioma original. Digamos que atrás, en el fondo, tal vez en un desván de mi cabeza, el inglés quedó asociado con el idioma de lo imaginario. En ese momento en que vacilaba, en que no me sentía fuerte para largarme a escribir estas cosas que no tenían una pertenencia, una cédula de identidad propia, necesité esa muleta, apoyarme en otro idioma. Y lo escribí en un inglés que dista de ser perfecto, en un inglés de extranjero, como digo yo, pero eso me dio el empuje.
(Fragmento de un reportaje realizado por Gustavo Pablos, en ocasión del lanzamiento argentino de Vudú urbano, publicado en el diario La Voz del Interior, de la ciudad de Córdoba (Argentina), el 17 de enero de 2003)
(...) a medida que van pasando los años me acerco más a la juventud. Me aburro cada vez más con la gente de mi edad, en cambio con la gente joven me siento muy a gusto. Me encanta escucharlos hablar, hay formas del lenguaje y expresiones que son de una frescura, de una gracia espontánea. No sé hasta qué punto se desprende de que todos practican internet, pero hay una especie de estado de receptividad muy grande, y capacidad de asociaciones entre conceptos, realidades, datos. Tal vez no de capacidad de análisis, aunque no sé si la gente de mi edad cuando era joven tenía capacidad de análisis, no tengo la menor idea.
(De una nota firmada por Eugenia García –"Me gusta descubrir los fantasmas de Buenos Aires"- publicada en el diario argentino Página 12, el 27 de junio de 2004.)