La obra de Henry James es una epopeya de la conciencia. Como sucede con todo artista que ha alcanzado el dominio de sus medios expresivos, la experiencia que esa obra elabora y los métodos literarios con que lo hace se implican mutuamente. Si de las múltiples y variadas ficciones que James urdió se desprende un tema que, simplificado con cierta bastedad, sería el del desarrollo del sentido moral por el enfrentamiento de la conciencia con una experiencia difícil de asimilar, el instrumento más fino para este tema son aquellos procedimientos narrativos que el mismo James expuso en sus prefacios y en sus ensayos críticos: la dramatización de un hecho mediante su reflejo en la conciencia de un personaje, la búsqueda de puntos de vista cuyos privilegios y limitaciones darán forma a la narración.

Estos recursos desplazan el interés de lo que ocurre a su conocimiento, a su percepción, o más oblicuamente, a su desconocimiento, a su comprensión equivocada o parcial. La evolución de la obra de James sólo subraya la identificación de los temas con sus formas narrativas, evidente ya en sus primeros relatos: a medida que los problemas de apreciación moral se hacen más complejos e intrincados para la conciencia de los personajes (y por lo tanto del lector, que los percibe a través de ellos) su presentación se afirma para recoger las múltiples ambigüedades con que se manifiestan, hasta llegar, por una suerte de lujo de la inteligencia, a reflejar la ambigüedad más inextricable con la relación aparentemente más límpida y objetiva.

James, al hablar sobre Turgueniev, defendió el derecho a buscar en la obra de todo autor llegado a la madurez una visión del mundo, una figura gradualmente, parcialmente construida durante los muchos años en que la observación y recreación de ese mundo ocupó al novelista. La simple formulación de este propósito supone que esa visión no está declarada sino implícita en la obra; James, que en todos sus escritos sobre el arte de la ficción se defiende de lo que, muy generalmente, llama ideas (de las opiniones, de toda elaboración intelectual adquirida que pretenda guiar la tarea del novelista), no habría aceptado no ya un dogma sino cualquier concepción previa que prescindiera de la observación y el análisis, que no pudiera someterse al primer mandamiento de su arte de narrar: todo debe ser presentado, nada puede ser declarado. No es casual que en este contexto se imponga la consideración de sus métodos narrativos, pues es en éstos donde su propia visión del mundo está implícita.

(Comienzo de El espectador en el laberinto, primero de los dos ensayos sobre aspectos de la literatura de Henry James -originados en un trabajo realizado bajo la dirección de Jorge Luis Borges, para la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires- que integran el volumen El laberinto de la apariencia, Buenos Aires, Losada, 1964.)

La correspondencia que estas hermanas lejanas mantuvieron durante casi medio siglo no es sólo un testimonio de esa vida cotidiana ("petite histoire") que la Historia con mayúscula necesita desterrar para hacerse, y cuyas huellas solían ser relegadas hasta no hace mucho bajo la etiqueta, que se quería infamante, de lo anecdótico. Afortunadamente, los compiladores del volumen no han suprimido repeticiones y minucias sobre las cuales el lector, si lo desea, podrá pasar de largo. (Podrá medir, en cambio, entre tantas otras cosas, la importancia que tenía para Lili recibir libros y revistas, medicamentos y golosinas, redecillas para el pelo y cosméticos de Schiaparelli, tal vez valorizados por el mero hecho de ser inaccesibles en la Unión Soviética, y que retribuía con puntuales latas de caviar.)

Es elocuente que las cartas intercambiadas entre 1921 y 1929 ocupen apenas quince páginas de este volumen, es decir una centésima parte de su extensión, mientras la correspondencia posterior a la Segunda Guerra Mundial ocupa casi nueve décimos: a medida que las hermanas envejecen, aumenta el tiempo de la reflexión y disminuye el derroche vital. Se afirman, también, los lazos de la tribu: "Sabes que en realidad no existe el tiempo ni el espacio, que poco importa dónde nos encontremos es como si no nos hubiésemos separado; queremos y detestamos a la misma gente y las mismas cosas, y retomamos la conversación empezada en nuestro cuarto cuando éramos chicas..." (Elsa a Lili, el 1o de mayo de 1949).

Esa conversación es la que perdura en estas cartas. Embajadoras autodesignadas, puente entre dos culturas, dentro de límites estrictos las hermanas acaso hicieran por éstas más que cualquier diplomático. En una época que no preveía la existencia de Internet, ni siquiera la del fax, en que las comunicaciones telefónicas eran difíciles y costosas, y podían ser censuradas como las cartas, los envíos de libros con viajeros de confianza, la recomendación de nombres nuevos en las letras y las artes, jugando a veces con la ortodoxia partidaria en el caso de Elsa, y dentro de un entorno que no incluía disidentes en el caso de Lili, fue un ejercicio al que se entregaron con entusiasmo.

La crónica de estos intercambios confirma, una vez más, hasta qué punto tanto Lili como Elsa y su "Aragosha" vivían, como tantos comunistas de su tiempo, en un mundo aristocratizante, donde sólo contaba un puñado de intelectuales y artistas, casi siempre en diálogo con el poder, muy lejos de esas masas anónimas cuyo protagonismo histórico, a menudo invocado, solía mantenerse a distancia en la experiencia cotidiana. Dominique Desanti, biógrafa de Elsa, recuerda el shock que le produjo a ésta hallarse en un taxi inmovilizado en medio de los manifestantes que en 1968 protestaban en París por la intervención soviética en Praga, y que ninguno de esos jóvenes estudiantes la reconociera, aun para agredirla.

Esta distancia, aquellas frecuentaciones, no son intrínsecamente diferentes de las que practicaban Voltaire, Diderot o Rousseau en su comercio con Federico de Prusia, Catalina de Rusia o Madame de Staël. Se trata, es necesario subrayarlo, de un parentesco de índole, no de calidad. Los personajes del siglo XX actuaron, sin duda, ante un público multitudinario, pero la comedia que representaron fue más bien subalterna... Estas cartas, a menudo conmovedoras, a veces irritantes, recuerdan una vez más que nadie suele verse, en el contexto de su tiempo, como será visto pocas décadas más tarde. Pueden ser, en este sentido, una lección de humildad.

(Fragmento de De la vida literaria (apuntes para una comedia patética), texto escrito a partir de la publicación en Francia de la correspondencia intercambiada, entre 1921 y 1970, por las hermanas Kagan: Lili Brik y Elsa Triolet, esposas de los poetas Vladimir Maiacovsky y Louis Aragon, respectivamente. Fue publicado en enero de 2003 por Letras Libres.com)