"Hijo de un coronel de la Confederación, Griffith conoció en su infancia la ruina de la única sociedad que en los Estados Unidos del siglo XIX -cuando el vigor puritano de la Nueva Inglaterra ya había menguado- supo crear formas de vida y realizar un ideal de civilización; igual que esa sociedad desaparecida, a la que permanecía sentimentalmente unido, Griffith aceptó como decreto de la naturaleza -con la honestidad de quien no ha recibido las ideas del siglo XVIII- la inferioridad de la raza negra y su consiguiente posición social subalterna. Por ello no es paradójico que, como la verdadera aristocracia sureña, haya sabido sentir por cualquier negro un sentimiento individual, moldeado por las cualidades de la persona que lo inspiraba y por la convivencia cotidiana, en vez de esa aprendida solidaridad con la especie que declamaban los abolicionistas yanquis, cuando en realidad sólo vislumbraban el caudal de votos que podían incorporar a su partido.

"Esta hipocresía de quienes se declaraban redentores (y destruyeron, saquearon y humillaron a la última cultura agraria que había resistido la expansión industrial del Norte) fue perfectamente entendida por Griffith, quien encarnó en la figura del senador Stoneman a Thaddeus Stevens, líder del ala radical del Partido Republicano, quien para proteger la supremacía de su partido impidió que los blancos del Sur estuvieran representados en el Congreso, y participó en la preparación del rencoroso Programa de Reconstrucción posterior a la Guerra Civil, instrumento del sometimiento de los estados sureños a los intereses económicos del Norte.

"Griffith no pudo comprender la ola nacional de protestas que siguió al estreno del film, los intentos de prohibirlo, los insultos periodísticos; declaró de buena fe que nada tenía contra la raza negra, y era cierto: el racismo estaba tan incorporado a su punto de vista que no podía discernir la diferencia entre dar su simpatía al negro que había permanecido fiel a los antiguos amos y presentar como canallas a los que habían esperado hallar alguna dignidad civil sumiéndose en la politiquería yanqui. La sinceridad de Griffith es tan refrescante, por contraste con el blando liberalismo-de-clase-media-ilustrada que Hollywood ha dispensado al tratamiento de la cuestión negra desde la segunda guerra mundial, que suscita admiración por la pasión no retaceada que lo anima. Para defender su derecho a exponer por medio del cine su interpretación de la historia nacional, Griffith publicó un panfleto (The Rise and Fall of Free Speech in America); para responder a las injurias recibidas, transformó el film que entonces realizaba -The Mother and the Law- en base del episodio contemporáneo de Intolerance, cuyo irreprochable tono liberal mereció el aplauso de quienes habían impugnado The Birth of a Nation. Pero aunque no hubo en el nuevo film hipocresía, tampoco hubo esa emoción indisimulable con que en el anterior Griffith había pintado el dilapidado mundo de su infancia. La contradicción entre ambos es sólo aparente: para Griffith también The Birth of a Nation atacaba la intolerancia, pero la del Norte triunfante hacia el Sur vencido".

(Del artículo Permanencia de Griffith, publicado en el número 18/19, correspondiente a marzo de 1965, de la revista argentina Tiempo de Cine.)

A mí me interesa todo aquello que sea posible poner en relación; no me interesa nunca una cosa pura. Incluso cuando he realizado películas de ficción he tratado de establecer esa relación. Si mirás desde ese punto de vista Guerreros y cautivas, es la historia de unos pobres destinos individuales inmersos en una serie de Hechos con mayúsculas: Conquista del Desierto, Reparto de Tierras, Inmigración...Todas grandes cuestiones. Y allí hay una cantidad de gente que está perdida en medio de eso, que cree ideológicamente en que los blancos son superiores y que traen la civilización. Y los pobres no se dan cuenta de qué fuerzas los manejan, ni siquiera de que ellos también son víctimas. No se dan cuenta de qué papel están jugando: tanto los 'buenos' como los 'malos' son todos como juguetes.

(Extractado de un reportaje realizado por Luciano Monteagudo y publicado en el n° 2 de la revista argentina Film, correspondiente a junio/julio de 1993.)

A menudo cuando me portaba mal me decían se le salió el indio, esto a pesar de ser como la mayoría de los habitantes de Buenos Aires nieto de inmigrantes. Nunca dejó de intrigarme esta parte prohibida, reprimida, designada como un indio mítico, dormida en cada uno de nosotros. Al hacer este cuadro romántico y novelesco, este filme coral sobre 1880 en que la Argentina se abría a la inmigración embriagada por la ilusión de ser un país europeo, también imaginé una escena anterior a mi historia familiar: el momento en que el indio es expulsado de la vida pública y condenado a entrar en la trastienda de la historia.

(Texto escrito para el programa del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires en ocasión de una retrospectiva parcial de su obra cinematográfica en 2002)

Todo el cine que vale la pena está hecho sobre un guión, al costado del mismo, a partir de él, en sus rendijas, aun en su contra; nunca ilustrándolo. El respeto al guión ha sido y es una exigencia de los ejecutivos de la industria norteamericana y sus secuaces internacionales, nerviosos por asegurarse de que no habrá sorpresas en el producto final de una inversión financiera. Y sin embargo la eficacia de esa espina dorsal que es el guión reside en la proporción exacta en que permite la digresión: esas pausas y respiraciones que son los momentos más recordados de cualquier filme de John Ford o de Nicholas Ray.

(Fragmento de una nota escrita por Cozarinsky sobre Tan de repente, publicada en el n° 4 de la revista argentina Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, correspondiente a octubre de 2003.)