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M a r g u e r i t e · Y o u r c en a r · s o b r e · K a v a f i s
Poemas eróticos, poemas gnómicos sobre un tema de erotismo, ya lo vemos, más que poemas de amor. A la primera ojeada hasta puede uno preguntarse si el amor por algún ser particular figura en esa obra: o bien Kavafis lo sintió pocas veces o bien se calló discretamente. Mirándola de cerca, sin embargo, nada falta: encuentro y separación, deseo insaciado o satisfecho, ternura o saciedad, ¿no es lo que queda de cualquier vida amorosa, después de pasar por el crisol del recuerdo? No es menos verdad que la nitidez de la mirada, el negarse a forzar las cosas y, por tanto, la cordura, pero no menos quizá las diferencias de condición y de edad, y probablemente la venalidad de ciertas experiencias, contribuyen aquí a prestar al amante una suerte de desprendimiento retrospectivo durante la más cálida de las prosecuciones o goces carnales. También es debido, sin duda, a que la lenta cristalización del poema en Kavafis tiende a alejarlo infinitamente del choque inmediato, a no hallar la presencia sino en forma de recuerdo, a una distancia en que la voz, por así decirlo, ya no alcanza, por lo que, en esta obra en donde el YO y el ÉL se disputan el primer puesto, el TÚ se halla singularmente ausente. Nos encontramos aquí en lo opuesto a la fogosidad, al arrebato, estamos en el terreno de la concentración más egocéntrica y del atesoramiento más avaro. De suerte que el gesto del poeta y del amante que maneja sus recuerdos no es tan diferente del coleccionista de objetos preciados y frágiles, caracolas o gemas, o también del aficionado a las medallas que se inclina sobre unos cuantos perfiles puros, acompañados de un número o de una fecha, números y fechas por las que el arte de Kavafis da muestras de una predilección casi supersticiosa. Objetos amados.
Recuerda, cuerpo... ese amor a la vida poseído en forma de memoria responde en Kavafis a una mística sólo expresada a medias. Y, sin duda, el problema del recuerdo estuvo -por decirlo así- «flotando en el aire» durante el primer cuarto del siglo XX; los más grandes talentos en las cuatro puntas de Europa, se afanaron por multiplicar sus ecuaciones: Proust y Pirandello, y Rìlke (el de las Elegías de Duino, y más aún el de Malte Laurids Brigge: «Para escribir buenos poemas, hay que tener buenos recuerdos... Y hay que olvidarlos... Y hay que tener la gran paciencia de esperar a que vuelvan»), así como el mismo Gide que adopta en El inmoralista la solución extrema del instante y del olvido. A esas memorias subconscientes o quintaesenciadas, deseadas o involuntarias, este griego opone otra, nacida, al parecer, de las mitologías de su País, una Memoria-Imagen, una Memoria-Idea casi parmenidiana, centro incorruptible de su universo de carne. En el punto en que nos encontramos, puede decirse que todos los poemas de Cavafis son poemas históricos, y la emoción que recrea un rostro joven vislumbrado en la esquina de una calle, no difiere en nada de la que suscita a Cesarión fuera de una colección de inscripciones de la época de los Ptolomeos.
[Fragmento de Presentación crítica de Konstandinos Kavafis, ensayo doblemente fechado en 1939, Atenas, y en 1953, Cirencester, Gloucestershire. Forma parte del libro A beneficio de inventario]
P i e r · P a o l o · P a s o l i n i · s o b r e · K a v a f i s
No había ni siquiera terminado de escribir que el simple hecho de mencionar la homosexualidad es «tabú» -como suele decirse con palabra demasiado usada y desmañada- cuando el prólogo de Filippo M. Pontani a las Poesías escondidas de Kavafis viene a brindarme una triste confirmación.
La paginita dedicada al eros de este gran poeta (yo lo considero, junto con Apollinaire y Antonio Machado, el poeta más grande de principios del siglo veinte) es la obra maestra de un efesio fanático de san Pablo. Y Pontani es un exquisito literato: un hombre de cultura. Es, si no otras cosas, el hombre de Kavafis, el hombre a cuyos cuidados debemos el conocimiento de Kavafis. «Umbrátil mundo», «alma vacía y ensombrecida por una vacilación inexplicable en los umbrales de un contacto de los sentidos», «un obsesivo arremolinarse de memorias inexpresadas», «fugaces encuentros en un bar», «una extraña beldad en un teatro», «figuras entrevistas o recordadas» y por último, mencionado casi con asustada audacia, el «placer griego». ¿Quién es el destinatario de estas locuciones ambiguas entre lo masculino y lo femenino? ¿El mismo Pontani? ¿El lector? Ciertamente, hay algo en el interior del texto de Kavafis que puede convertirse en «modelo» de estos titubeos (decididamente floreales en un contexto italiano): pero se trata, ante todo, de una relación entre Kavafis y un idealizado o mal imaginado lector occidental, sobre todo inglés (puritano, tal vez todavía de tradición victoriana); y, en segundo lugar, se trata de la visión llamativamente ambigua que tiene Kavafis de la historia, siempre según los esquemas del tardo-romanticismo y del decadentismo británicos. Todo ello se vuelve sublimemente «difuminado» en Kavafis; y la reticencia es una mozartiana, es decir fúnebre, coquetería («Son dioses por alegría» dice Gemisto, citado por Pound). Pero temer mencionar el amor de Kavafis por los muchachos significa no amar a Kavafis. Tanto más cuanto que el mundo grecoalejandrino y levantino en que vivió Kavafis no tenía por cierto esta clase de pudores.