Dejarse
llevar por una lectura, perseguir sus dobles sentidos, indagar en sus
referencias ocultas, ilimitar los significados de las frases con otras
recordadas de un mismo texto o de otro realizado hace años nos
haría prolongar la lectura de una novela hasta terrenos que rozarían
con la locura. Hace años una profesora de lengua solía
decir que nunca había que volver sobre las frases ya leídas.
Tal vez tuviera miedo a que alguno de sus alumnos sufriera una especie
de colapso ad infinitum en alguna de ellas y no saliera jamás
del abismo. Menos mal que Don Quijote no tuvo profesores de esta estirpe.
Roberto Bolaño, ya emparentado con Cervantes y a la diestra,
tal vez, de Don Quijote, tiene la peculiar destreza de pellizcarte como
en un sueño y dejar que uno mismo se despierte, si quiere, o
que siga en el limbo. Lo hace, entre otros, con el texto que aqui presentamos
hoy. Un artículo vitalista, de lector insaciable, desmontador
de muñecas rusas, en el que deja que el otro lector le siga la
corriente y complete su escritura. Un cuento perfecto, así se
llama el artículo de Bolaño, nos deja en el lado exacto
de la intriga para que demos el salto a la otra acera y sigamos corriendo
detrás del asesino o que nos quedemos parados y pensemos en lo
que hubiéramos hecho si fuéramos Maigret.
Max Beerbohm está en Enoch Soames, ambos están en el artículo
de Bolaño y todos, siempre sentados semiborrachos en un café
abandonado y húmedo, nos invitan a tomar esa última copa
que se prolonga inevitablemente hasta altas horas de la madrugada.