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Tengo ganas de contar una historia. ¿Sabré algún día contar algo que no sea mi historia? Erase una vez un muchachito de tres años. Escribo lo que se me ocurre. Pero se impone un orden. Todo lo que me queda de divino, ese orden.

¿Dónde estoy? En el campo. ¿Por qué no en la ciudad? No, en el campo.

El jardín es inclinado. Un paseo desciende en escalera bajo los árboles. Este lugar oscuro está lleno de peligros. Pero he aquí la sombra favorable del viejo jardinero apoyada contra un rastrillo.

Estoy ahí, pero no me veo. Mi sombra habla a su sombra.

Cada escalón de la escalera tallada en la tierra tiene la longitud de una zancada y forma una terracita bordeada por un tronco. Mejor dicho, el tronco es de cemento esculpido a imitación de corteza de árbol. No hay duda: este contacto demasiado duro y demasiado frío del que aún me resiento.

Otra impresión de vivo frescor, pero ya no en la mano, en la mejilla. Entro en la casa, tan rudimentaria a mis ojos como el dibujo de un niño. Entre dos piezas claras hay una separación extraña. A cada lado del umbral sin puerta, formado por dos pilares, el muro ha sido derribado hasta la altura de las rodillas. Lo que queda, forma un banco donde me monto toda la jornada. Este banco está pintado de amarillo. Apoyo largo rato el rostro contra su entabladura. Está fría.

Los muebles del salón son enormes. Los hay azules y rosas. Me escondo detrás de un sofá para comer el azúcar robado sin que lo sepa nadie en la mesa de té. En este refugio se saborea una libertad animal. Me gusta comer de mala manera para aflojar la coacción que impone el mundo de las personas mayores. Me vuelvo aún más pequeño para fraternizar con el perro. Pero allá arriba: "No entiende, podemos hablar". Los espío.

Detrás de la casa, colina arriba, hay una terraza. Oigo:

Había una pastora
y pum, y pum y catapum.

Un bosquecillo donde tengo una cabra. Se come mis fresas. Trato de impedírselo. Cornadas.

Entre el jardín y el río, primero atravieso el camino por donde pasa un tren. Me da miedo porque estoy enterado: la locomotora es un ogro. Más allá, los campos. Una mañana de domingo, mi padre me pasea, lo veo pocas veces, me siento orgulloso y feliz.

Otro jardín. Unos niños mayores que yo, unas muchachas. Después de la primera clase de escribir, mis dedos manchados de tinta se limpian en la acedera.

Una casa en medio de un campo. Es donde vive el viejo jardinero. Su madre es vieja, vieja.

Vamos a buscar al Abuelito a la estación.

En París. En el comedor, a lo largo de la pared hay tres sillas de cuero sobre las que me estiro. "Te vas a caer." El cuero es agradable. Aplasto la nariz. Sigue el frescor.

Una noche cena un amigo. Se llama M. Bara. Estoy satisfecho, ¿por qué? Es un hombre extraordinario. Río para hacer como los demás. Me divierte mucho reír.

La casa de mis padres estaba cerca de la de mis abuelos. En el camino había una minúscula tienda negra donde comprábamos imágenes a una señorita pequeña y anciana. Ella me tiene un respeto conmovedor.

Eso es todo.

Un momento, me acuerdo de una hora pasada con la cabra. Seguramente es por la mañana. La luz que asesta sus golpes por todas partes pasa delicadamente los dedos entre el follaje y me acaricia. Pero no, esta vegetación es un cuadro del despacho de mi abuelo. Y en primer plano hay un borrego, no una cabra. Eso es todo.

Hoy, el cielo gris es un párpado cerrado. No obstante, se levanta un sol, es mi conciencia. He nacido hoy y escribo. No hay más que el sol que se calienta en mí a esta hora. Yo soy el astro solitario que ilumina el mundo.

Para mí no existe el tiempo sucesivo. Sólo hay un momento eterno, el momento en que pienso.

Sol mío, sólo te conozco a ti. ¿Qué son los soles abolidos? ¿Han existido? Renuncio a la fe de los hombres que están seguros de que un sol se elevó hace años, y de que aquel fue el día de su nacimiento, con la misma evidencia que del día que están viviendo.