Es desandar el camino desde el final, decir primero adiós, cavar la propia tumba para ver el ataúd de madera vieja y podrida, mirarse y reirse y de vez en cuando soltar una lágrima, ser un poco Sarah Bernhard, pero más aún, ir más allá y escuchar a Kafka, verle llegar a su buhardilla como un fantasma, se quita la camisa, deja su pecho al descubierto, abre la ventana y bajo el frío infernal de la ciudad de Praga, respira, se funde con el aire gélido, su posibilidad inmediata de sentirse vivo antes de retomar el texto en el que un trapecista se balancea como una pompa de jabón. Vivimos en habitaciones separadas, somos invisibles, estamos todos solos y muertos Alejandra, pero aún así, olvidada por los que no querían darte la mano en la rue Dauphine, el Lobo, el viejo y triste Lobo Cortázar te lanzó un destello que te marcó para siempre, te cantó desde la fiereza de quien trata de rescatar a un hijo que flota en las aguas, moribundo, asomando levemente la cabeza para buscar el aire que existe pero que ya no le pertenece, Alejandra Pizarnik, es cierto, lo es y a veces lamento que no haya otra verdad que esta, que como tu dijiste "hay que llorar hasta romperse para crear o decir una pequeña canción, gritar para cubrir las agujas de la ausencia", atravesamos caminos paralelos, sí, tienes razón, a miles de kilómetros de distancia tú supiste dónde estaba el caramelo que de niña escondiste, tal vez donde Virginia Woolf escondió aquella carta durante unos breves segundos, tan sólo para engañarse a si misma de que el río Ouse estaba demasiado lejos, tan lejos que jamás podría llegar a sus aguas, ese mismo bolsillo donde meses antes guardó una flor, o un cigarrillo, o tal vez su mano aniquiladora, pero la carta estaba firmada y se hizo realidad mientras se escribía, el propio suicidio imaginado como una novela leída y no escrita, la novela perfecta, porque los escritores saben que las ideas de sus novelas siempre son perfectas, por eso Virginia no quiso terminarla, aquella nota que dejó sobre la mesa como cuando Cortázar le dijo a Horacio que abandonara el paraguas, el mismo gesto para despedidas diferentes... "Es muy terrible escribir, pero más terrible es no hacerlo"... y entonces recuerdo a Hrabal, mein Liebe Hrabal, subido al tejado de su casa, tecleando sin parar sobre la vieja máquina de escribir, sudando al mediodía, cegado por el brillo del sol, pero contento, feliz de poder tocar aquella sinfonía que para él era toda una liberación, como beber una tras otra cientos de miles de jarras de cerveza, los dedos que sobrevuelan por encima del teclado, ansiosos, corriendo detrás de los pensamientos que se abocan como si fuese el día del juicio final, y recuerdo a Apollinaire bajo las bombas, mirando de reojo su propia vida, pero escribiendo cientos de cartas a Lou, cartas de amor que eran igualmente bombas que él lanzaba para salvaguardar su vida, y recuerdo a Böll tomándose aquellos sobrecitos con polvos amarillos que derramaba sobre su traje gris y a Eliska preguntando quien era aquel señor, entre risas, y a Bohumil diciendo que era Heinrich Böll, el escritor, el premio nobel, el mismo que un día mandó a un soldado a la guerra y su último pensamiento me dejó aniquilado durante varios días... y todos son palabras, el mundo es una palabra, desesperada, tal vez, alegre, tal vez, melancólica siempre, una palabra que luego es frase y que se acabará llamando La metamorfosis, o Trópico de Cáncer, o La tierra más ajena, una frase que será un infinito para herir a más hombres, para hacerlos levantar de la cama de un salto a medianoche, porque siempre, en todo texto, en toda acción de la escritura, existe un profundo grito de desesperación, seguramente porque desde el primer hasta el último escritor, todos, absolutamente todos, alguna vez han sentido que viven en una ciudad, en un mundo, donde el tiempo se ha detenido.
Horacio Oliveira