Es desandar el camino desde el final, decir primero adiós, cavar la propia tumba para ver el ataúd de madera vieja y podrida, mirarse y reirse y de vez en cuando soltar una lágrima, ser un poco Sarah Bernhard, pero más aún, ir más allá y escuchar a Kafka, verle llegar a su buhardilla como un fantasma, se quita la camisa, deja su pecho al descubierto, abre la ventana y bajo el frío infernal de la ciudad de Praga, respira, se funde con el aire gélido, su posibilidad inmediata de sentirse vivo antes de retomar el texto en el que un trapecista se balancea como una pompa de jabón. [...]