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- Mientras hablaban de la brevedad de la vida se me pasó por la cabeza esta pregunta: el oficio de actor les permite cierta ubicuidad; hoy son esto, mañana lo otro. La ubicuidad es uno de los atributos de la divinidad. ¿No buscará el actor de este modo robarles a los dioses uno de sus atributos?

M.: Lo que usted dice quizá sea cierto en el caso de un gran director de cine, pero no en el de un actor, por excelente que sea. El director vive todos sus personajes y todos a un tiempo. Me acuerdo de cómo trabajaba Fellini. Era fantástico: bailaba, lloraba, reía, prestaba su voz a la enamorada, al seductor, a la puta, se tiraba al suelo, mimaba todo y a todos. Mientras trabajabas tenías la impresión de que era un dios, en el sentido de que creaba. Visconti era lo mismo aunque sus métodos fueran distintos.

G.: ¿Y Strehler, Marcello?

M.: Lo he tratado poco.

G.: Ah, Strehler, fantástico, un actor nato también él. Aunque como hombre metía miedo. Una vez, hace muchos años, vino a Roma con Paolo Grassi para proponerme un triunvirato y dirigir juntos el Piccolo de Milán. La propuesta era muy atractiva y me la pensé dos días; después fui a ver a Grassi y le dije: «No, gracias.» Le dije: «Paolo, ese hombre es un fenómeno, pero me da miedo, me canso sólo con verlo trabajar. Mejor que no. »

M.: Yo conozco poco a Strehler, pero en cambio conocí muy bien a De Sica. Hice muchas películas con él, otro creador, otro excepcional hombre del espectáculo. No entiendo cómo no han hecho aún una película con un protagonista que sea una mezcla de Rossellini, De Sica y Fellini. A nadie se le ha ocurrido aún, ¿será posible?

G.: ¿Te acuerdas cómo trataba a los niños en sus películas? Siempre hubo muchos, y lo adoraban. ¿Sabe por qué? Porque era muy severo con ellos, los trataba como a adultos, y eso les encantaba. Una vez uno de ellos se equivocó en una frase y De Sica se puso furioso porque era la quinta o sexta vez que se la hacía repetir. Entonces lo llamó como hacía él, primero el apellido y después el nombre, tratándole de usted: «Gerolimoni Giuseppe, ¡es usted el peor gilipollas de todo el Napolitano.» A partir de entonces, el pequeño Gerolimoni se habría arrojado al fuego por él.

- ¿Y Sofía? Mastroianni, ¿y Sofía?

M.: Una espléndida actriz.

- ¿Sólo eso? Se lo pregunto, y disculpe, usted ha sido nuestro seductor nacional.

M.: ¡Por favor! Si hay un papel que nunca fue el mío, es justamente ése.

- Oiga, no lo digo yo sólo y no repito tampoco un lugar común. También yo fui amigo de Fellini, y Fellini a usted lo conoció muy a fondo. Federico siempre habló de usted como de un seductor nato.

M.: Porque el verdadero seductor era él y adoraba vivir por persona interpuesta. Una de esas personas interpuestas fui yo, y por eso él me atribuía capacidades y aptitudes de las que yo carecía totalmente.

G.: Marcello, no nos vengas ahora con humildades...

M.: Tú no hables de la seducción, que la llevas en el alma.