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- ¿Y todos llevamos una máscara?
M.: La llevamos mientras jugamos a ese juego, pero luego cuando nos la quitamos...
- ¿Qué?
M.: No hay nada. La identidad de un autor es muy frágil.
G.: Tiene razón Marcello. Hasta el punto de que también algunas enfermedades psicológicas que sufrimos muchos de nosotros, como por ejemplo la depresión, provienen al menos en parte del oficio que tenemos. La disociación de la personalidad, algunos aspectos casi de esquizofrenia. Usted antes no parecía creerse mis juicios sobre la Morelli; pues le contaré lo que Zacconi pensaba de la Duse. Los jóvenes le preguntamos una vez: «Maestro, ¿cómo era la Duse?» Y él empezó alzando los brazos al cielo, arqueando las cejas con aquella voz suya ronca, profunda: «¡Oh, la Duse! -decía-, ¡la Duse, la Duse! », y cada vez profería aquel nombre, aquellas dos sílabas, con acentos distintos, tonos diversos, admirativos, exaltados, conmovidos, devotos. Después se paró, hizo una pausa. Miró a su alrededor contemplándonos uno por uno. Y luego dijo: «La Duse, grandísima, la más grande. No entendía nada, absolutamente nada.»
- ¿Zacconi entendía? ¿Representaba a Sócrates y entendía?
G.: ¿Qué había que entender? ¿Cree usted que Zacconi había asimilado la lección de Sócrates? ¿Que era un socrático? Un grandísimo actor, Zacconi, como Ruggeri, otro grandísimo y finísimo actor. Pero no entendían nada. Lo que recitaban era la lectura de un guión.
- Me permitirán decir, al menos, que ustedes son bastante más ricos que la mayoría de los comunes mortales. No entenderán nada, acepto la paradoja, pero viven y han vivido muchas vidas, aunque sólo sean las vidas de sus personajes; una posibilidad reservada a muy pocos.
M.: Oiga, si ése es un privilegio lo compartimos con muchísimos otros. Para empezar, con ustedes los periodistas; también ustedes viven en cierto modo las vidas de la gente cuyos hechos cuentan y cuyos pensamientos interpretan. Con los novelistas. Con los autores de cine y de teatro. Y hasta diría que con todas las personas, con todos los seres vivos. Todos estamos dotados de fantasía, todos nos imaginamos historias de las cuales somos protagonistas, pasiones que en realidad no tenemos, cultivando ilusiones inexistentes. Si eso es vivir muchas vidas, le aseguro que no es un privilegio de los actores. La verdad es que la vida, la de veras, es muy breve.
- ¿Cree usted?
M.: Sí, lo creo. Uno se acuerda aún de las conversaciones de sus padres, del feliz período de la infancia como si fuese ayer, y ahora descubre que el tiempo ha volado. La barba se ha vuelto cana, ¿verdad? Pero dejadme decidir a mí cuándo debe encanecer..
G.: ¡Cuánta razón tienes, Marcello! Yo siempre lo digo: lo único que le reprocho al Padre Eterno, sobre el cual tengo ideas confusas aunque tiendo a creer en su existencia, es habernos dado una vida demasiado corta y demasiado única. Eso es, yo habría pedido por lo menos dos vidas.
M.: Dos, pero conservando el recuerdo de la anterior.
G.: Claro, Marcello, si no, ¿qué ventaja tendría? Sí, eso es lo que yo quisiera.
M.: Sí. A veces me dicen: dentro de poco habrá descubrimientos de la ciencia que alargarán la vida. Y por otra parte ya se ha alargado bastante. Se alargará aún más. Pero a mí esos razonamientos me consuelan muy poco. Vete a saber cuándo llegarán. Y, por lo demás, otros treinta o cincuenta años...
G.: Sería exactamente igual que ahora, pasarían volando.
M.: De todas formas, un plus de vida me consolaría; me irrita mucho la idea de tener que desaparecer, porque además no tengo una fe que me sostenga. Incluso así, medio hundido como estoy, preferiría quedarme aquí un rato, y hasta un buen rato.